NO había en el distrito de Surovsk ni vías férreas ni caminos postales, y Lievin partió en un cochecillo con sus caballos. A media jornada se detuvo en casa de un rico labrador, un anciano calvo, pero bien conservado, de espesa barba pelirroja, grisácea en las mejillas, les abrió las puertas cocheras, pegándose a una viga y dejándoles el paso. Después de haber indicado al cochero un hueco debajo del sobradillo en el amplio, limpio y bien arreglado patio con algunos arados quemados, el anciano invitó a Lievin a pasar dentro.
Una joven decentemente vestida, calzados con chanclos sus pies desnudos, agachada, fregaba el suelo de la entrada. Se asustó del perro que entró detrás de Lievin, y dio un grito. De inmediato se rio al saber que el perro no hacía nada y con el brazo remangado, indicó a Lievin la puerta de la habitación principal y agachándose de nuevo, ocultó su hermoso rostro y continuó con su trabajo.
—¿Le traigo el samovar? —le preguntó.
—Sí, por favor.
En la habitación grande, caldeada por una estufa holandesa y dividida en dos por un tabique, no había más muebles que una mesa adornada con motivos tradicionales; encima en la pared se veían varios iconos con las imágenes de los santos; en un rincón, un banco y dos sillas, y junto a la puerta, un armario pequeño que contenía la vajilla. Los postigos de las ventanas, herméticamente cerrados, no dejaban penetrar las moscas, y todo estaba tan limpio, que Lievin obligó a Laska a echarse en un rincón al lado de la puerta, a fin de que no ensuciase el suelo después de haberse enfangado en todos los pantanos de camino.
Después de haber examinado la habitación, Lievin salió al patio detrás de la casa. La simpática joven salió corriendo delante de él a por el agua del pozo, balanceando los cubos vacíos.
—¡Date prisa! —le gritó alegremente el anciano.
—Seguramente va usted a casa de Nikolái Ivánovich Sviyazhski —dijo el anciano labrador, acercándose a Lievin—. También él se detiene aquí cuando pasa.
Mientras hablaba, la puerta de la cochera rechinó sobre sus goznes para dar paso a varios trabajadores que volvían de los campos con los útiles de labranza.
El anciano, separándose de Lievin, se acercó a los caballos, robustos y vigorosos, y ayudó a desenganchar.
—¿Qué se ha labrado? —preguntó.
—Los campos de patatas.
En aquel momento entró la joven que fregaba, llevando dos cubos, seguida de otras mujeres, jóvenes y viejas, lindas y feas, con hijos y sin ellos.
Los obreros se fueron a comer cuando hubieron desenganchado, y Lievin, después de retirar sus provisiones del vehículo, invitó al anciano a tomar el té, oferta que este aceptó visiblemente lisonjeado.
Lievin aprovechó la cuestión para hacerle hablar sobre sus asuntos.
El labrador había arrendado diez años antes a una señora ciento veinte desiatinas, el cual pudo adquirir en propiedad el año pasado y arrendaba otras trescientas al vecino; tenía subarrendada una parte de esa tierra, la peor, y explotaba unas cuarenta desiatinas con sus hijos y dos auxiliares.
El anciano aseguraba que todo iba muy mal. Pero Lievin comprendió que lo hacía por disimular y que en realidad su casa prosperaba. Si fueran mal las cosas, el viejo no habría comprado la tierra a ciento cinco rublos, no habría casado a sus tres hijos y a un sobrino, ni habría reconstruido dos veces la casa después de los dos incendios, y cada vez mejor que la anterior. A pesar de sus quejas se veía, que el anciano estaba muy orgulloso, y con razón, de su bienestar, las buenas condiciones de su ganado y, sobre todo, la prosperidad de su explotación. En el curso del diálogo demostró que no rechazaba las innovaciones; cultivaba las patatas a gran escala; Lievin, al llegar, se fijó que acababa ya de florecer, mientras que la suya solo comenzaba entonces a echar flor. El anciano labraba la tierra de patata con el arado, «la arada», como lo llamaba él, que le prestaba el vecino propietario; y sembraba trigo. Un pequeño detalle, que, al despalmar el centeno, se lo daba a los caballos, impresionó a Lievin especialmente. ¡Cuántas veces vio ese forraje estupendo, echado a perder, y pensó en ir a recogerlo! Siempre resultaba imposible. Y este anciano lo había conseguido y hablaba maravillas de este tipo de alimento.
—¡Algo tienen que hacer las mujeres! —decía. —Que saquen los montones al camino, y luego pasa el carro y los recoge.
—A nosotros, los propietarios, nos va mal con los jornaleros.
—¿Pues cómo se han de arreglar bien las cosas solo con los jornaleros? Lo que ustedes hacen es muy ruinoso. Ahí tiene usted a Sviyazhski, por ejemplo, cuya tierra conocemos, y que por falta de vigilancia rara vez recoge buena cosecha.
—Pero ¿cómo te arreglas con tus jornaleros?
—¡Oh!, aquí somos todos campesinos; trabajamos por nuestra cuenta, y si el operario es malo se le despide.
—Padre, piden alquitrán —dijo la joven desde la puerta.
El anciano se levantó, y después de dar las gracias a Lievin, se persignó delante de los iconos y salió.
Al entrar Lievin en la habitación común para llamar a su cochero, vio a toda la familia sentada a la mesa, y a las mujeres sirviendo de pie. Un robusto hijo del anciano refería, con la boca llena, una historia que hacía reír a todos, particularmente a la joven de chanclos, ocupada en llenar de sopa una cazuela de la cual tomaba cada uno su parte.
De aquella vida íntima de los campesinos acomodados Lievin conservó un grato recuerdo durante su viaje.
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Ana Karenina (Vol. 1)
Historical FictionAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...