XXXI

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EL día estaba lluvioso; Kiti y su madre se paseaban en la galería, acompañadas del coronel, que con su chaquetón a la europea, comprado en Fráncfort, se las echaba de elegante.

Los tres iban por un lado de la galería, tratando de evitar el encuentro con Nikolái Lievin, que paseaba por el otro. Váreñka, que vestía una falda oscura y sombrero negro, acompañaba a una anciana francesa ciega, y cada vez que se encontraba con Kiti se cruzaba entre las dos jóvenes una mirada amistosa.

—Mamá, ¿me permite usted hablarle? —preguntó Kiti al ver a su desconocida acercarse al manantial y juzgando el momento oportuno para entablar conversación.

—Si tantos deseos tienes de conocerla, déjame tomar antes informes; pero, a decir verdad, no sé qué encuentras de notable en ella. Si quieres, trabaré conocimiento con la señora Shtal, pues su cuñada fue amiga mía —añadió la princesa, con dignidad.

No se le ocultaba a Kiti que su madre estaba resentida por el proceder de la señora Shtal, que parecía evitarla, y, por tanto, no insistió.

—Es verdaderamente encantadora —dijo al ver a Váreñka ofrecer un vaso de agua a la francesa—. ¡Qué amable y sencilla es!

—Qué gracia me hace tu engouements —repuso la princesa—; mas, por lo pronto, alejémonos —añadió, al ver que se acercaba Lievin con su compañera y un médico alemán, a quien hablaba con acento de enojo.

Al dar la vuelta, madre e hija oyeron voces ruidosas; Lievin se había detenido y gesticulaba gritando, mientras el doctor le contestaba con expresión de cólera, habiéndose formado ya un círculo alrededor de ellos. La princesa se alejó rápidamente con Kiti, y el coronel fue a mezclarse con la multitud para averiguar la causa de aquella discusión.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la princesa al coronel cuando volvió, a los pocos minutos.

—¡Es una vergüenza! —contestó el militar—. No hay nada peor que encontrar rusos en el extranjero. Ese hombre ha discutido con el doctor, censurándolo groseramente porque no lo ha tratado como él entendía, y acabando por amenazarlo con el bastón.

—¡Dios mío, eso es muy penoso! —dijo la princesa—. ¿Y cómo ha concluido eso?

—Gracias a esa señorita que lleva el sombrero en forma de seta; creo que es rusa, y es la primera que ha intervenido para llevarse a ese hombre del brazo.

—¿Lo ve usted, mamá? —exclamó Kiti—. ¿Extrañará usted ahora el entusiasmo que Váreñka me inspira?

Kiti observó al día siguiente que Váreñka se había puesto en relación con Lievin y su compañera como con sus demás protegidos, hablaba con ellos y servía de intérprete a la mujer, que no hablaba ningún idioma extranjero. Kiti suplicó de nuevo a su madre que le permitiera trabar conocimiento con la joven, aunque a la princesa le desagradase, porque con esto parecía hacer una concesión a la señora Shtal, que se mostraba orgullosa; pero como tenía informes que no contenían nada malo sobre ella, aunque tampoco nada especialmente bueno de Váreñka, eligió el momento en que se hallaba en el manantial para trabar conversación.

—Permítame —le dijo con afable sonrisa— que me presente yo misma; mi hija la aprecia a usted mucho, y aunque tal vez no me conozca, yo...

—Y yo la correspondo —interrumpió vivamente la joven.

—Ayer hizo usted una buena acción con nuestro lamentable compatriota —dijo la princesa.

Váreñka se ruborizó.

—No lo recuerdo —repuso—; me parece no haber hecho nada.

—Sí, libró usted a ese Lievin de una cuestión muy desagradable.

—¡Ah, ya recuerdo! Su compañera me llamó y he procurado calmarlo; está muy enfermo y descontento de su médico. Yo acostumbro cuidar esa clase de pacientes.

—Ya sé que usted habita en Menton, con su tía, m-me Shtal. He conocido a su cuñada.

—Esa señora no es mi tía, y aunque la llamo maman, no lo es tampoco. Me ha educado —añadió Váreñka, ruborizándose.

Todo esto fue dicho con mucha sencillez, y la expresión de su rostro era tan franca y sincera que la princesa comprendió por qué Váreñka agradaba tanto a Kiti.

—¿Y qué piensa hacer ese Lievin? —preguntó.

—Se marcha —contestó Váreñka.

Kiti, que iba en busca de su madre, manifestó la mayor alegría al verla hablar con su amiga.

—Vamos, hija mía —dijo la princesa—, tu ardiente deseo de conocer a la señorita...

—Váreñka— añadió la joven sonriendo—; así es como me llaman.

La señorita Scherbátskaia se ruborizó de placer y estrechó la mano de su nueva amiga, ella no le respondió, su mano pertenecía inmóvil en la mano de Kiti. Pero la cara de Váreñka se iluminó con una sonrisa dulce y tranquila, aunque algo melancólica, dejando ver sus dientes, un poco grandes pero muy bonitos.

—También yo lo deseaba hace mucho tiempo —dijo.

—Pero como está usted tan ocupada...

—¿Yo? Nada de eso; nunca tengo que hacer —repuso Váreñka.

Pero en el mismo instante corrieron hacia ella dos niñas rusas, hijas de un enfermo.

—¡Váreñka, mamá nos llama! —gritaron.

Y Váreñka las siguió.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora