III

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¿HAS encontrado a Alexiéi? —preguntó Anna cuando estuvieron sentados junto a la mesa del salón—. Ese es el castigo por haber venido tan tarde.

—¿Por qué estaba aquí? ¿No debía estar en el consejo?

—Se había ido, pero volvió poco después. Esto no es nada; no hablemos de ello. Dime dónde has estado con el príncipe.

Anna sabía los menores detalles de la vida de Vronski.

El conde quiso contestar que no habiendo dormido toda la noche, lo sorprendió al fin el sueño estando sentado; mas al ver aquel rostro que expresaba la ternura y la dicha, le pareció la confesión penosa, y se excusó diciendo que le había sido forzoso presentar su informe después de la marcha del príncipe.

—¿Conque se ha marchado, por fin?

—Sí, a Dios gracias; no te puedes figurar hasta qué punto me ha sido insoportable esta semana.

—¿Por qué? ¿No has hecho todo lo que soléis hacer los jóvenes? —replicó Anna, sin mirar a Vronski, frunciendo el entrecejo y cogiendo la labor que estaba sobre la mesa.

—He renunciado a esa vida libre hace largo tiempo —repuso, tratando de adivinar la causa de la súbita transformación de aquel bello semblante—. Confieso —añadió, sonriendo y enseñando sus blancos dientes— que me ha sido altamente desagradable volver a ver ese género de vida, como si se reflejase en un espejo.

Anna contestó con una mirada poco benévola, mientras sostenía la labor entre las manos.

—Liza ha venido a verme esta mañana... —dijo—. Aún visita la casa, a pesar de la condesa Lidia..., y me ha referido los detalles de vuestras noches de orgía. ¡Qué horror!

—Quería decir...

—¿Esa Thérèse era la que conocías antes?

—Quería decir...

—¡Qué odiosos sois todos los hombres! ¿Cómo podéis suponer que una mujer olvida? —añadió, animándose cada vez más, y descubriendo así la causa de su irritación—. Y sobre todo una mujer que, como yo, no puede saber de tu vida sino aquello que tengan a bien decirle. ¿Cómo averiguaría yo si no es verdad?

—¡Me estás ofendiendo! ¡Ya no crees en mí, Anna! ¿Te he ocultado yo jamás alguna cosa?

—Tienes razón, pero ¡si supieras cuánto sufro! —añadió, tratando de desechar sus temores celosos—. ¡Ah, te creo, te creo! ¿Qué ibas a decirme?

Vronski no pudo recordarlo. Los arranques de celos de Anna comenzaban a ser frecuentes, y por mucho que hiciese para disimular, aquellas escenas, aunque eran pruebas de amor, enfriaban su cariño. Muchas veces se había repetido que la felicidad no existía para él sino en aquel amor; y ahora, comprendiendo que era apasionadamente amado, tanto como puede serlo un hombre a quien una mujer lo sacrifica todo, le parecía que la dicha estaba más lejana de él que al salir de Moscú. Entonces se consideraba desgraciado, pero la felicidad estaba por delante. Mientras que ahora se daba cuenta de que la mejor dicha ya había pasado. Anna ya no era como en los primeros tiempos; se había estropeado tanto en el aspecto físico como moral. Estaba más gruesa, y su rostro, mientras hablaba de la actriz, adquirió una expresión desagradable, que deformó sus facciones. La miraba como mira el hombre una flor que ha arrancado, que la ve marchita y le cuesta reconocer la belleza que ha arrancado y destruido. Y, sin embargo, comprendía que entonces, cuando el amor era más fuerte, lo hubiera podido arrancar de su corazón, mientras que ahora, cuando, como a él le parecía, ya no la quería, no podía romper aquellas relaciones.

—Vaya, veamos lo que tenías que decir sobre el príncipe —repuso Anna—; ya he expulsado al demonio —así clamaban ellos a sus mutuos accesos de celos—. Habías comenzado a referir alguna cosa. ¿Por qué te ha sido enojosa su permanencia aquí?

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora