XI

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SOLO Kiti y Lievin no habían tomado parte en la conversación.

Al principio de la comida, cuando se habló de la influencia de un pueblo sobre otro, Lievin evocó las ideas que había formado sobre este asunto; pero desechadas muy pronto, juzgándolas de poco interés, le pareció extraño que se pudieran ocupar los demás de cuestiones tan ociosas.

Kiti, por su parte, hubiera debido interesarse en la discusión sobre los derechos de las mujeres, pues no solo se había ocupado a menudo de eso cuando conoció a Váreñka, sino incluso antes, suponiendo el caso de que permaneciese soltera. También había hablado a menudo con su hermana sobre el particular; pero ¡qué poco le interesaba en aquel momento! Entre Lievin y ella se estableció una afinidad misteriosa que los acercaba más y más, produciéndoles un sentimiento de alegre terror en el umbral de la nueva existencia que entreveían.

Interrogado por Kiti para saber cómo la había visto, Lievin contestó que fue al volver de las praderas después de la siega.

—Era muy temprano —dijo—; usted acababa, sin duda, de despertarse, y su mamá dormía en un rincón. La mañana era magnífica y yo me decía: «¿De quién puede ser ese coche de cuatro caballos?». Eran muy hermosos y llevaban cascabeles. De repente, pasa usted delante de mí como un relámpago, asomada a la portezuela y entrelazando con los dedos las cintas de su gorro de viaje, entregada al parecer a profundas reflexiones. ¡Cuánto me hubiera agradado saber —añadió Lievin, sonriendo— en qué pensaba usted en aquel instante! ¿Sería algo de importancia?

«¿Y si estaba despeinada...?», pensó Kiti horrorizada. Pero al observar la sonrisa de Lievin, comprendió que la impresión que le produjo fue buena, se tranquilizó y contestó, sonriendo alegremente:

—Vamos, no me acuerdo de nada.

—De qué buena gana se ríe Turovtsin —dijo Lievin, admirando la alegría de aquel mocetón, que tenía los ojos húmedos y cuyo cuerpo se dilataba a fuerza de reír.

—¿Lo conoce usted hace mucho tiempo? —preguntó Kiti.

—¡Quién no lo conoce!

—¿Y no piensa usted nada bueno de él?

—Eso sería mucho decir; por lo demás, no vale gran cosa.

—He aquí una opinión injusta, de la cual espero que se retracte usted —repuso Kiti—; yo también lo juzgué mal en otro tiempo; pero es un hombre excelente, un corazón de oro.

—¿Cómo ha podido usted apreciarlo?

—Somos muy buenos amigos. El invierno último, poco tiempo después de..., de haber usted dejado de venir a vernos —dijo Kiti con una sonrisa a la vez de culpabilidad y de confianza—, los niños de Dolli tuvieron la escarlatina; y cierto día, por casualidad, Turovtsin hizo una visita a mi hermana. ¿Lo creería usted? Se compadeció hasta el punto de quedarse para cuidar a los pequeños enfermos, y durante tres semanas desempeñó las funciones de aya. Refiero a Konstantín Dmítrich —añadió Kiti, volviéndose hacia su hermana— cómo se condujo Turovtsin durante la dolencia de los niños.

—Estuvo admirable —contestó Dolli, mirando con una sonrisa a la persona de quien hablaban. Lievin lo miró también, y se extrañó de no haberlo comprendido hasta entonces.

—Es culpa mía, no volveré a pensar mal de la gente —dijo alegremente y estuvo sincero, expresando con estas palabras lo que sentía en aquel instante.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora