XV

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EL lugar donde Lievin condujo a Oblonski era un bosquecillo próximo a la casa; Konstantín Dmítrich situó a su compañero en un paraje cubierto de musgo, algo pantanoso, y él fue a colocarse en el lado opuesto, junto a un abedul; apoyó su carabina en una rama inferior, se despojó de su caftán, se oprimió el talle con un cinto y movió varias veces los brazos para asegurarse de que podría manejar bien su arma.

La vieja Laska, que lo seguía paso a paso, se sentó con precaución delante de él y enderezó las orejas. El sol se ocultaba detrás del bosque grande, y por la parte de levante los abedules jóvenes se destacaban claramente con sus ramas pendientes.

En el bosque, allí donde la nieve no había desaparecido del todo, se oía correr el agua con lentitud por numerosos arroyuelos; las avecillas trinaban, pasando de un árbol a otro; y a veces el silencio parecía completo, en cuyo caso se oía el rumor de la hojarasca movida por el deshielo o por la hierba naciente.

—A decir verdad, aquí se ve la hierba crecer —murmuró Lievin, observando una hoja húmeda aún, levantada por la punta de una brizna de hierba que brotaba del suelo.

Konstantín Dmítrich estaba en pie, mirando tan pronto la tierra cubierta de musgo como a su fiel Laska, que acechaba atentamente, o bien las copas desnudas de los árboles, que se extendían como un mar al pie de la colina. Un buitre cruzó de pronto por las alturas, agitando lentamente sus alas sobre el bosque; otro ave de la misma especie siguió a poco igual dirección; en la espesura las avecillas trinaron más vivamente, y un mochuelo dejó oír su grito a lo lejos. Laska enderezó las orejas, dio algunos pasos con cautela e inclinó la cabeza para escuchar mejor; mientras que en la opuesta orilla del río un cuco produjo dos veces su grito particular.

—¿Oyes el cuco? —dijo Stepán Arkádich, adelantándose un poco.

—Sí, ya lo oigo —contestó Lievin, descontento porque se interrumpía el silencio. Atención ahora, pues pronto comenzaremos.

Stepán Arkádich volvió a su sitio, y ya no se vio de él más que la llama de un fósforo, el ruego de su cigarrillo y una ligera nube de humo azulado. Un momento después se oyó el ruido que hacía al cargar su escopeta.

—¿Qué ocurre por ahí? —preguntó, llamando la atención de su compañero sobre un ruido sordo que se acababa de oír.

—Es una liebre; no hablemos —contestó Lievin, cargando también su arma.

Pronto se oyó en lontananza una especie de silbido, que se repitió dos o tres segundos después, convirtiéndose en un ligero grito ronco. Lievin miró a derecha e izquierda, y vio al fin sobre su cabeza, tocando en las cimas de los árboles, un ave que volaba hacia él, y de la cual distinguió al fin el largo pico de le becada; mas apenas la hubo apuntado, un relámpago brilló en los aires partiendo del sitio donde estaba Oblonski; el ave se agitó como herida de un flechazo, mas al punto resonó una segunda detonación y la becada cayó pesadamente a tierra.

—¿La he tocado? —gritó Stepán Arkádich, que no veía nada a través del humo.

—Ya la trae la perra —contestó Lievin, mostrando a Laska, que con el ave en la boca se acercaba lentamente a su amo, muy satisfecha al parecer del servicio que prestaba.

—¡Me alegro mucho de que la hayas tocado! —dijo Lievin, sintiendo a la vez cierta envidia de no haber sido él quien matara a la becada.

—¡Pero erré el tiro del cañón derecho! —contestó Stepán Arkádich volviendo a cargar el arma—. ¡Ya vienen!

Efectivamente, se oyeron varios silbidos rápidos y penetrantes, y se vieron aparecer dos becadas que se perseguían; resonaron cuatro tiros y rápidas como golondrinas las becadas dieron una vuelta y desaparecieron de la vista.

La cacería produjo excelente resultado: Stepán Arkádich mató aún dos piezas, y Lievin otras tantas, de las cuales se perdió una. El día declinaba rápidamente; Venus comenzaba ya a mostrar su luz argentada, y por el poniente brillaban otras estrellas, entre las cuales los dos cazadores distinguían a intervalos la Osa Mayor. No se veían ya las becadas, pero Lievin resolvio esperarlas hasta que Venus se elevase en el horizonte y brillaran en el cielo las otras constelaciones.

—¿No es hora de retirarnos? —preguntó Stepán Arkádich.

Todo estaba silencioso en el bosque; ni una sola ave se movía.

—Esperemos aún —contestó Lievin.

—Como quieras.

En aquel momento se hallaban a quince pasos uno de otro.

—Stepán —gritó de pronto Lievin—, aún no me has dicho si tu cuñada se ha casado o si el matrimonio está próximo.

Lievin estaba tan tranquilo y tan resuelto sobre su futura conducta que no creía que nada pudiera conmoverle, pero no esperaba la contestación de Stepán Arkádich.

—No está casada ni piensa casarse; ha enfermado de gravedad y los médicos la envían al extranjero. Se teme por su vida.

—¿Qué dices? —gritó Lievin—. ¿Enferma?... ¿Qué tiene? ¿Cómo...?

Mientras hablaba así, Laska, con las orejas derechas, observaba el cielo, mirando después a los cazadores con expresión de reproche.

En el mismo instante un silbido llamó la atención de Lievin y su compañero, los dos apuntaron, ambas detonaciones resonaron simultáneamente, y el ave cayó, agitando las alas.

—¡Los dos a la vez! —gritó Lievin, corriendo con Laska en busca de la pieza.

«¿Qué me ha entristecido hace poco? —pensó luego Lievin—. ¡Ah, ya me acuerdo! Kiti está enferma. ¿Qué hacer? Esto es muy triste.»

—¡Ya la has encontrado! Buena chica —le dijo a la perra, y luego a Stepán Arkádich—: ¡Aquí la tengo!

Y tomando el ave de la boca de Laska, la guardó en su morral, casi lleno ya.

Ana Karenina (Vol. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora