Cuando echo la vista atrás hay muchas cosas que siento que todavía duelen pero siempre hay una que se lleva el premio a las más dolorosa. La palabra abandono lleva acompañándome durante toda mi vida porque todas las personas a las que he querido se han acabado yendo, pero creo que algo duele más si es la primera vez que nos pasa y yo no he sentido tal desgarro en el corazón como el que sentí el día en el que mi padre nos abandonó.
Desde que era pequeña siempre me habían enseñado que la familia era lo primero y que siempre estarían ahí para cuando yo no pudiera levantarme de los inesperados golpes de la vida. Aunque en mi caso me di cuenta de que la familia también puede fallarte, papá acabaste fallándome.
Si hubiera tenido que elegir a alguien en mi niñez siempre habría sido mi padre. Porque era el hombre de mi vida, siempre se preocupaba por lo que sentía, por lo que me preocupaba o por los escalones que a veces tenemos que superar como niños. Y creo que la mentira más cruel que nos impone la sociedad cuando somos así de inocentes es que las personas a las que queremos son inmortales o que nunca se van a ir. Yo siempre pensé que él estaría en cada momento importante de mi vida pero parece él tenía otros planes.
Una mañana de diciembre, días después de mi décimo cumpleaños, salió a trabajar y nunca volvió a pisar la entrada de nuestro hogar. Recuerdo esos días muy mal porque creo que una parte de mí ha querido borrar todo aquello para aliviar el sufrimiento. Recuerdo que mamá no dejaba de llorar, que no dejaba de preguntar por la ciudad, que no dejaba de vagar como un fantasma por casa cada noche esperando a que su marido volviera. Papá no estaba muerto o al menos no habían encontrado su cuerpo, no estaba herido porque nos recorrimos cada uno de los hospitales de la ciudad y entonces un día mi madre pensó que él se había ido por su propia voluntad, quizás tenía algún sueño sin cumplir, alguna deuda que pagar o un nuevo amor por el que arriesgar. Esas navidades fueron las que marcaron todas la navidades posteriores, llenas de tristeza y rencor porque se convirtieron en el aniversario de su abandono.
Intentaba odiarlo pero no podía. Acababa odiándome a mí misma por seguir queriéndole a pesar de no estar. Esos días no solo lo perdí a él sino que perdí también a mi madre porque esa mujer dulce e inocente se desvaneció para ser una llena de odio y rencor.
Todos en el colegio se enteraron de que mi padre nos había abandonado y cada día tenía que enfrentarme a las burlas y a los comentarios que hacían sobre mi familia, incluso a veces sentía que ellos sabían más de lo que yo sabía. En ese tiempo yo me había limitado a estar callada y guardar todos mis pensamientos para mí, solo me había dedicado a consolar a mamá en sus días de depresión y a ayudarla a seguir adelante pero nunca pregunté, nunca hablé ni nunca dudé de lo que salía de su boca. Hasta que un día harta de estar callada, bajé a la cocina, miré directamente a sus ojos y decidí hablar.
—¿Por qué se ha ido papá? —pregunté en la puerta de la cocina mientras mi madre se daba la vuelta para mirarme. Recuerdo que me miró con dulzura y fue la primera vez que recordé como era antes de toda la pesadilla que estábamos viviendo.
— Ven aquí... —dijo sentándose en una silla y señalando su regazo.
—¿Por qué, mamá? —insistí mientras ella me quitaba el coletero que sujetaba mi coleta y empezaba hacerme una de sus magníficas trenzas.
—Supongo que no era feliz y tampoco valiente para enfrentarse a nosotras.
—Pero él nunca lloraba, al contrario siempre sonreía —le contesté recordando todos los momentos felices que habíamos pasado.
—Mi niña, no hace falta llorar para que nuestro corazón esté triste.
—¿Y si vuelve? ¿Y si a lo mejor ha tenido que irse por algo importante? —cuestioné intentando que mamá me respondiera a todo.
—No va hacerlo Alaia, tu padre no va a volver —respondió sin pelos en la lengua.
—¿Por qué has dejado de creer en él?
—Porque cuando las personas que queremos nos abandonan, el amor se va con ellas —me contestó haciendo que esa frase se me quedara grabada de por vida.
—¿Y yo también tengo que dejar de quererle?
— Deberías porque él no pensó en ti a la hora de irse y tienes que aprender que cuando te quieren de verdad, nunca te abandonan —esa fue la lección más importante que aprendí siendo niña.
—Mamá —la llamé llorando —No puedo dejar de quererle, no puedo odiarlo... ¿por qué soy tan mala persona?
—Alaia— me miró cogiendo mi cara entre sus manos —No eres mala —afirmó sonriendo —Al contrario, eres demasiado buena y aunque tu padre te ha hecho mucho daño sigues queriéndole —dijo intentando consolarme.
—Quizás tenga una nueva familia, una nueva hija y nunca lo vuelva a ver.
—Puede ser pero tú y yo somos nuestra propia familia — nos señaló —Siempre vamos a estar juntas pase lo que pase —prometió haciendo que me sintiera segura a su lado.
— Te prometo que voy a intentar no quererle más —en realidad esa promesa me la hice a mí misma con la fe de que algún día lo conseguiría.
—El tiempo acabará ayudándote a sanar todas esas heridas que ha dejado tu padre en ti.
Desde aquel día intenté odiar a mi padre, cada día me repetía todo lo que nos había hecho, todas las calamidades que habíamos tenido que pasar por su abandono y con el tiempo un odio empezó a instalarse en mi inocente corazón. Entonces la vida me dio una lección que quizás tendría que haber aprendido mucho más tarde; las personas a las que más amamos, son también las que más polvo nos hacen.
ESTÁS LEYENDO
La vengadora de cristal.
Ficção AdolescenteUriel, el próximo príncipe de Agni, necesita un nuevo guardaespaldas debido a que el suyo ha muerto en los últimos ataques de los rebeldes a palacio. La vida le sorprenderá trayendo a su vida a Alaia, la que siempre tuvo de compañero al abandono, s...