Capítulo 1

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La claridad reinante en mi habitación me devolvió poco a poco al mundo de los vivos. Me sentía entumecida y algo aturdida, la fiesta de anoche me estaba pasando factura. Me removí en mi cama intentando arañar los últimos vestigios de sueño, aun sabiendo que ya no lograría alcanzarlo nuevamente. Tras un par de minutos desistí, aunque me empeciné en mantener los ojos cerrados mientras me permitía darle rienda suelta a mis habituales divagues.

Era domingo, primer día del mes de septiembre. Amaba este mes del año. Era cuando el implacable invierno hacia sus maletas para darle lugar a la llegada de la primavera. Los árboles dejaban de ser tristes esqueletos para convertirse, poco a poco, en seres llenos de vida. El ambiente se colmaba de colores y fragancias provenientes de la naturaleza.

En primavera todo se percibía más alegre y ese renacer de la naturaleza, luego de sobrevivir al implacable invierno, no hacía más que motivarme y llenarme de nuevas energías. Quizás, el hecho de que en septiembre cumpliera años, tuviera algo que ver con mi preferencia. 

En tres semanas cumpliría 23 años, más precisamente, el día de la primavera. Me estaba convirtiendo en una joven adulta, aunque no estaba desesperada por crecer. De hecho, si tuviera la posibilidad de elegir, hubiera prolongado un poco más la adolescencia. Es que ¿Quién no querría perpetuar esa etapa de su vida?

Esa edad en la que las obligaciones se limitaban a aprobar todas las materias, mantener tu habitación ordenada, ayudar con algunos quehaceres y respetar los horarios impuestos de llegada a casa. La adolescencia era genial, no había nada mejor que vivir la vida como si no hubiera un mañana, pensarse invencible e inmortal.

Cualquier motivo era suficientemente bueno para festejar, cantar, bailar, gritar y enloquecer. Del mismo modo, cualquier motivo era suficiente para echarse a llorar desconsoladamente, creer que la vida había perdido todo sentido, sufrir como si nos hubieran condenando a una vida de trabajos forzados y creer que tu vida sin esa "x" persona ya no tendría sentido.

Todo se vivía a flor de piel. Todas las emociones se magnificaban, se potenciaban hasta límites inimaginables. Nos sentíamos incomprendidos. Nuestra felicidad y nuestro dolor eran más importante que nada en el mudo, aunque para los demás no significase más que una rabieta de la edad. En fin, la adolescencia era una época intensa, pero que valía la pena vivir. Lamentablemente, nada duraba para siempre y, como toda etapa, ésta también llegaba a su fin.

No es que me considerara una persona madura con tan solo 23 años, todavía me quedaba mucha juventud por delante. Pero, poco a poco, toda esa libertad se iba limitando por las crecientes obligaciones que uno iba adquiriendo. Se le llamaba madurar. Podría intentar evitarlo, pero solo estaría postergando lo inevitable. Crecer apestaba, pero era el jodido ciclo de la vida.

De la nada me encontré evocando la imagen de Simba siendo sostenido por aquel viejo mono mientras de fondo sonaba "Nants ingonyama bagithi baba", no pude evitar soltar una pequeña risita. Aquella imagen dio fin a mis divagues matutinos. O quizás vespertinos, no tenía idea de qué hora era.

Me coloqué boca abajo y hundí mi cara en mi mullida almohada mientras trataba de convencerme de que tenía que levantarme de mi cómoda cama. Al menos hoy no trabajaba y por el momento, no tenía más obligación que preparar el desayuno para mi mejor amigo, quien roncaba excesivamente a mi lado, y para mi.

Un sonido particularmente fuerte salió de su boca y bufé con molestia. Agarré mi almohada y se la arrojé con fuerza sobre su cabeza.

—¡Dios! ¡Callate de una puta vez! —grite exasperada.

Marcos se incorporó rápidamente sobre el colchón luciendo adorablemente confundido, pero la molestia embargó sus facciones en cuanto fue capaz de procesar la situación.

¿Y si...?  #PGP2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora