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Si las cenizas que el bastardo de mi hijo derramó hubieran sido inflamables, se habrían encendido en llamas con el calor que emanaba de mí, avivado por la furia que hervía en mi interior

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Si las cenizas que el bastardo de mi hijo derramó hubieran sido inflamables, se habrían encendido en llamas con el calor que emanaba de mí, avivado por la furia que hervía en mi interior. Antes había creído que estaba casi preparado para comenzar con aquella batalla. Ahora, estaba cien por ciento determinado a llevarla a cabo de la manera más cruel y despiadada posible.

Ensucié mis manos más veces de las que podría contar, hice cosas que no sería capaz de repetir y de las que aun no me enorgullezco. Pero aun así no era suficiente, no había nada que pudiera detener ese espíritu de conquista que existía dentro de mí. Había nacido en medio de la guerra, viví en dos mundos distintos, bajo dos tipos de gobierno opuestos. Vi a mi padre pelear para alcanzar la meta, y sufrí su decepción cuando las naciones se rindieron ante la llegada de los reinos como si fuera mi propio orgullo el que se marchitaba. La esencia de la lucha ardía en lo más profundo de mí ser, con tanto fervor y firmeza que resultaba imposible aplacarla. Había hecho hasta lo imposible para alcanzar ese momento, para honrar la memoria de mi padre, y nunca hubo alguien que osara a entrometerse entre mis planes y yo.

Y esa no sería la primera vez que sucedería.

Mucho menos cuando ese alguien no era nadie más ni nadie menos que el débil muchacho que había tenido la desgracia de crear.

Cuando fui capaz de abrir los ojos sin que el polvo me obligara a cerrarlos, recorrí apresuradamente los pasillos del castillo con una precisión y atención dignas de un sabueso de caza. Revisé cada habitación, cada pequeño rincón, con la intención de encontrar a ese maldito y acabar con él de una vez por todas, (algo que tendría que haber hecho mucho tiempo atrás). Pero el desgraciado no estaba en ningún lado.

Me detuve un segundo antes de girar en un nuevo pasillo y reformulé mis ideas. Mi hijo era un cobarde. Siempre había tratado de escapar, huir como una asquerosa rata escurridiza, de las reprimendas que ganaba por culpa de su comportamiento.

¿Por qué cambiaría ahora, si fue así durante toda su vida?

Redirigí mis pasos hacia la salida a los jardines. No me importaba si afuera las cosas se habían descontrolado o qué. Necesitaba hacer eso de una vez por todas o el odio y la furia acabarían consumiéndome por dentro hasta que ya no quedara nada más que mis ruinas. Uno de los guardias que me vio abandonar el castillo corrió desesperadamente hacia mí, para cubrirme.

—¡Alteza! —jadeó, sorprendido por mi llegada —. Sería más prudente que permaneciera dentro del palacio —sugirió, gritando para hacerse oír sobre el estruendo que producían los disparos —. Le pediré a uno de mis hombres que lo acompañe al refugio y...

—Muévete —ordené, interrumpiéndolo para declinar su ofrecimiento —. Tengo un asunto pendiente aquí.

—Pero, señor...

Lo ignoré y continué mi marcha, cruzando el parque con tranquilidad, como si no hubiera montones de personas batallando a mí alrededor. La nieve que bañaba los jardines estaba completamente revuelta. Tonalidades marrones y rojas se fundían entre sí, mezclando el lodo con el color carmesí de la sangre que era derramada en algunos sitios. Los muros abiertos dejaban que viera el camino que se extendía frente al castillo. Soldados con las insignias de Golphier impresas en sus uniformes combatían hombro con hombro con los muchachos que alguna vez habían obedecido mis órdenes. Habría sido una postal muy bonita si yo no hubiera estado viviéndola en persona. Los reinos que estaban a punto de ser destruidos por alguien más se ayudaban como si fueran viejos amigos. Conmovedor.

KINGS, QUEENS, AND FUCKED UP THINGSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora