Nina

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Nadie sabía mucho de Nina, en realidad. El único que la conocía de antes de que empezara a aparecer un día, sin ningún motivo en concreto, por el Van Gogh, era Mikel, pero Mikel tampoco sabía mucho de ella. Simplemente, llegó un día, le gustó de lo que hablaban, y se quedó.

Sabían poco de ella. Sabían que su padre estaba en la cárcel, que su madre llevaba un bar de striptease, y que tenía más hermanos de los que podía contar, y a veces ni se acordaba de sus nombres. Sabían que trapicheaba con droga para vivir, que llevaba siempre escondida una navaja entre la ropa, y que mejor no preguntarle dónde dormía la mayor parte de las noches. Pero sabían también que era alguien decidida, resuelta, y que se podía contar con ella siempre que hiciera falta.

Con Raquel, especialmente, se llevaba muy bien. Las dos compartían un cinismo similar y un gusto autodestructivo por el alcohol como forma de lidiar con sus respectivos problemas, a falta de psicólogos. No preguntaban por sus familias, y no hablaban de sus episodios depresivos, y eran algo así como amigas.

Nina no era como otros elementos satélites de los Vientos, esos estudiantes que formaban parte de la asociación y acudían a las reuniones del Van Gogh, pero que no eran realmente amigos. Para empezar, ni siquiera era universitaria. Y para seguir, aunque no era realmente amiga íntima de nadie, siempre estaba allí. Daba igual que quedaran en cualquier sitio o en casa de quien fuera, ella siempre estaba allí. La mayoría de las veces, ni siquiera sabían quién la había invitado. Pero no importaba, porque, en realidad, a todos les gustaba su compañía, y era alegre, y les sacaba de líos.

Pero aquello cambió con la aparición de Mario. Ella ya lo conocía de antes, dijo. Lo había visto por la calle, o quizá se lo había encontrado en un bar, o puede que le hubiera vendido marihuana, quién sabe; nadie consiguió sacarle la verdad. Desde entonces, asistía con más frecuencia al café, preguntaba a los demás si sabían si Mario iba a ir, y si le decían que no, muchas veces no aparecía. Se pasaba el tiempo mirándole, haciéndole favores absurdos, intentando impresionarle. No resultó muy difícil ver que se había enamorado de él, aunque el otro, absorto en la paloma de turno de la que se hubiera enamorado esa semana, nunca fue capaz de verlo.

-Deberías dejar en paz a ese idiota -reprendió un día Raquel, mientras las dos bebían en una mesa de rincón del Van Gogh. Nina tenía los ojos fijos en Mario, que reía con Dorian y Félix. Astrea y Erni hacía rato que se habían marchado, igual que Mikel, y el alcohol corría por las mesas- . Ni siquiera es digno de que pienses en él.

-Precisamente tú, no tienes derecho a decir nada.

Raquel echó una mirada a la mesa de Mario. Debía de haber dicho algo realmente incómodo (como venía siendo habitual), porque ahora todos miraban hacia el techo con expresión exasperada.

-Precisamente yo, lo digo. Es decir, ¡mírale! El tío no sería más idiota ni aunque entrenase para ello. Vive en otro plano de la existencia, no se da cuenta de nada de lo que pasa a su alrededor, y es tan torpe y despistado que da hasta pena. No piensa más que en él y en sus amores. Por dios, Nina, puedes aspirar a mucho más. Hasta un poli es mejor opción que él.

-No te pases. Es bueno, y generoso, y...

-Y ahí se acaba la lista -se mofó Raquel. Nina le dio un golpe no demasiado amistoso en el hombro, y ella rio. Pero enseguida volvió a ponerse seria- . ¿Sabes qué creo que te pasa? Que lo estás utilizando como válvula de escape. Que no lo quieres realmente a él, sino a lo que representa: una vida estable, acomodada, en la que puedes permitirte emborracharte cada día por una persona distinta. Una vida en la que no vistes con harapos ni tienes que participar en los trapicheos de tus padres, y tu única aspiración no es sobrevivir. Creo que piensas que él puede darte eso, pero Nina, te mereces mucho más.

Nina calló. Largo rato. Seguía mirando fijamente a Mario.

-Puede ser -y se acabó de un trago la cerveza. No dijo nada más.

Así que siguieron bebiendo, hasta que entró en el café una niña pequeña, escuálida, de rostro consumido por el hambre, ojos extraordinariamente grandes y vivaces, melena rubia despeinada y alborotada, y sonrisa traviesa. Vestía con ropa demasiado vieja o demasiado ancha, o ambas cosas, pero no parecía importarle.

-¡Nina, Nina, Nina! ¡Ven rápido!

-¿Qué quieres, Gabriela? -Raquel y Nina ni siquiera se molestaron en esconder los vasos, no sería la primera vez que Gabriela las pillaba bebiendo. Era una de las hermanas de Nina, una de las pequeñas, y la única cuyo nombre (y rostro) conocían el resto. No se parecían en nada, salvo en que las dos estaban dispuestas a acuchillar en las tripas a cualquiera que se atreviera a menospreciarlas.

-¡Vaya, pequeña Gabriela! -saludó Dorian. Adoraba a aquella niña, y el sentimiento era mutuo- ¡Ven aquí que te abrace! Has crecido mucho desde la semana pasada -aunque Gabriela llevaba sin crecer al menos tres años.

Pero la niña rio, y corrió hacia él. Dorian la cogió de las manos, y dio vueltas sobre sí mismo, haciéndola volar en el aire. Ambos reían a carcajadas, y Dorian le revolvió el pelo antes de dejarla marchar.

-¡Nina, tienes que venir a casa! ¡Papá ha salido de la cárcel!

-Oh, mierda -masculló Nina. Apuró su vaso, y dejó un billete sobre la mesa- . Quédate con el cambio -le dijo a Raquel- . Ven, Gab. A ver qué quiere liar ahora este idiota.

Problemas familiares, gruñó Raquel. Realmente, ojalá algunos padres no existieran.

Café Van Gogh (Les Miserables AU)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora