Los Vientos del Pueblo

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Eran nueve. Eran jóvenes, idealistas y brillantes, y querían cambiar el mundo.

Se hacían llamar los Vientos del Pueblo. El nombre era un homenaje al poeta Miguel Hernández y a su poesía combativa durante la Guerra Civil, y toda una declaración de intenciones. Lo creían ingenioso, provocador, y distinto al de todas esas otras organizaciones estudiantiles tan parecidas a ellos.

No lo eran, no realmente.

Se reunían en la sala trasera del Café Van Gogh, creyéndose bohemios, y cuando se les echaba encima la noche, buscaban bares cercanos en las que seguir con la reunión. Hablaban de cambios y revoluciones, y apoyaban toda causa que consideraran básica para la sociedad. Eran nueve: Astrea, Erni, Dorian, Joan, Mikel, Beatriz, Félix, Renée y Raquel.

Astrea era su líder, una estudiante de periodismo hermosamente terrible, llena de férreos ideales y causas por las que luchar, tan carismática que llevarle la contraria era como intentar enfrentar la fuerza de las mareas. Era hermosa como la luna; a los veintidós años apenas aparentaba diecinueve. Era lenta a la ira y terca como un vendaval, pero serena y justa; amaba profundamente, y le gustaba ver feliz al mundo a su alrededor. Junto a ella, Erni, el estudiante de medicina que, al lado de los ideales de Astrea, representaba la filosofía de la revolución. Revolución, decía, pero también civilización. Y si Astrea era su corazón y Erni era su guía, el centro de su organización era Dorian, el futuro abogado cuya verborrea era difícil de cortar, y su fogosidad juvenil, imposible de aplacar. Aquel triunvirato era inseparable, y rara vez se veía a uno sin los otros.

Joan tocaba la flauta, cultivaba flores, escribía versos, amaba al pueblo como concepto, lloraba con las películas románticas, confundía realidad y fantasía, y censuraba todo tipo de violencia. Era el más joven de todos, muy tímido, pero muy intrépido.

Mikel era el único no universitario; huérfano, trabajaba en una fábrica, con lo que ganaba únicamente lo suficiente para poder pagarse el pequeño apartamento en el que vivía. No tenía más que un pensamiento: libertar al mundo.

Beatriz estudiaba Derecho por imposición paterna y practicaba boxeo; era bastante más lista de lo que quería dar a conocer. Tenía como propósito no ser jamás abogada; cuando pasaba por delante de la Facultad, lo que rara vez ocurría, tomaba toda clase de precauciones para no ser infectada.

Félix, el mayor del grupo, era un joven alegre y bastante torpe. Su especialidad consistía en que todo le salía mal, pero él se burlaba de todo. A los veinticinco años ya era calvo, y juraba que jamás sería ingeniero; después de cinco años en la Escuela de Industriales, apenas había acabado la mitad del segundo curso.

Renée era la enferma imaginaria. Lo único que había conseguido al estudiar medicina era un severo caso de hipocondría. Se pasaba la vida mirándose el blanco de los ojos, tomándose el pulso, e inspeccionándose el cuerpo en busca de bultos sospechosos. Por lo demás, pelirroja y pecosa, era la más alegre de todos.

En medio de todos estos revolucionarios, idealistas convencidos, había una escéptica, Raquel, que se cuidaba mucho de creer en algo. Esta estudiante de bellas artes era de las que más había aprendido en su paso por la universidad: sabía dónde estaba la mejor cerveza, el mejor café, el mejor billar, las mejores fiestas. Se reía de las grandes palabras y las grandes causas, y trataba de vivir su vida sin inmiscuirse en las de los demás. Pero sí tenía su propio fanatismo, que no era una idea ni un dogma, sino que era Astrea. Raquel la admiraba, la veneraba, la necesitaba como necesita el preso un rayo de luna en la oscuridad. Pero Astrea, como era creyente, despreciaba a la escéptica, y como nunca se excedía, despreciaba a la borrachuza.

Junto a ellos, aparecía a veces Mario, que no formaba realmente parte de su grupo. Lo había llevado Dorian a una de las reuniones, y aunque no creía en nada de lo que hablaban, se había sentido bien. Estaba más ocupado en enamorar a una compañera de clase de Joan que en la revolución, pero, de vez en cuando, seguía asistiendo a escuchar a sus compañeros.

Otro elemento satélite del grupo era Nina, como todos la llamaban, porque decir Carolina les debía de parecer demasiado largo. Nina era amiga de Raquel y Mikel, pero no se llevaba realmente con nadie más. Era un secreto a voces que suspiraba por Mario... para todos, menos para él, y eso realmente enfadaba a Nina, que ya de por sí tenía demasiado carácter.

Eran nueve: Astrea Enjolras, Erni Comberferre, Dorian Courfeyrac, Joan Prouvaire, Mikel Feuilly, Beatriz Bahorel, Félix Bossuet, Renée Joly y Raquel Grantaire. Eran nueve y aquellos dos satélites, y realmente pensaban que podían cambiar el mundo.

Nunca es demasiado pronto para decir que se equivocaban.

Café Van Gogh (Les Miserables AU)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora