Capítulo II: Cuando La Realidad Te Golpea

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Los primeros rayos del sol dieron en sus manos a través de la ventana; luego pasaron por su rostro lastimando sus ojos, los cuales no habían podido descansar ni un segundo durante la noche. Su mandíbula al fin se había relajado, y la mirada de rabia combinada con miedo se relajó un poco.

A su lado estaba un gran bolso, lleno de comida, ropa, dos teléfonos, dos linternas, cuchillos de cocina, un martillo y dos abrigos. Al lado del mismo se encontraba un machete con un filo que podría cortar un tronco de un tajo, puesto que el muchacho había pasado toda la noche en vela afilándolo.

Norman estaba vestido con unos pantalones deportivos sueltos, con tenis y una camisa ajustada de color negro, por encima trayendo un suéter y una gorra blanca para contrarrestar el sol; en Venezuela el sol podía ser lo más mortal, sobre todo los grandes y rápidos cambios de temperatura que había.

Respiró hondo antes de abrir la puerta, verificando antes por la ventana que nada estuviera presente o cerca. Sin perder más tiempo abrió la puerta y salió en carrera hacia la pequeña calle de la urbanización. Absolutamente nada, ni siquiera pájaros o algún otro sonido natural, era como si todo lo que estaba ayer hubiera desaparecido en una sola noche de caos.

Vio el cielo con desespero, pero las nubes y el saliente sol fueron lo único que lo consoló. Todavía no podía creer lo que había pasado, gente matando a otra, guerrillas, sin electricidad, en un mes completo, criaturas extrañas.

Un olor a putrefacción le sacó de sus pensamientos, obligándolo a mirar hacia adelante, donde yacían varios cadáveres, alguno de sus vecinos, otros de personas que no reconocía y un perro al cual parecía que le hubieran partido a la mitad.

Las náuseas le llegaron, pero no se permitió vomitar, si se descompensaba o se deshidrataba iba a morir pronto dada las condiciones, puesto que si los hospitales antes funcionaban con dificultad en su estado, dudaba mucho que siquiera existiera uno en funcionamiento ahorita mismo.

—¿Qué haría el adicto a las películas de apocalipsis de Eric? —dijo para sí mismo, logrando sonreír.

Debía de saquear las casas en busca de armas, comida o cualquier cosa de utilidad, luego buscar supervivientes y sobrevivir; sonaba tan fácil decirlo, más otra cosa era hacerlo. Tapándose la nariz y la boca con un pañuelo que sacó de su bolso, empezó a caminar hacia la única bodega que había en el lugar.

El eco de sus pasos era lo único que escuchaba, pero al menos la brisa le acompañaba ahora, logrando que los árboles danzaran al compás, dándole una pequeña vibra de paz, cosa que le duró poco al ver el estado de la tienda.

La entrada estaba cubierta de sangre, miembros y órganos repartidos por el lugar. Agradecía que adentro todo estaba intacto, puesto que no sabía qué cosa tendría aquella sangre, alguna enfermedad o patógeno; ni siquiera se atrevería a comprobarlo.

Sin perder tiempo abrió su mochila y metió todo lo que vio, desde dulces hasta latas y comida que no necesitara ser cocinada para comer. Todo estaba muy tranquilo, hasta que un sonido hizo que su corazón se paralizara; un helicóptero estaba cerca.

Iba a salir y gritar por ayuda, pero recordó que si todos estaban muertos, aquel helicóptero no podría ser nada bueno, ni siquiera rescatistas; aquello era un lujo que su país en tal situación no podía darse a menos que fueses del gobierno o el presidente mismo.

Más el mismo racionamiento no lo tuvo alguien que sí había salido a la calle, gritándole al helicóptero por ayuda... Reconocía la voz; se trataba de un excompañero de clases del liceo, el cual brincaba y gritaba al helicóptero que cada vez se escuchaba más cerca.

El vehículo estaba pintado de un negro completo, con franjas rojas y unas siglas "N.R.U" en rojo con detalles amarillos, como una corona de emperador romano. Pensó que ayudarían a su amigo, pero algo le parecía raro.

SIN DESTINO: EL INICIO (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora