Capítulo VII: Una Pequeña Zona de Guerra y su Pequeño Soldado

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"Los sobrevivientes somos los seres más astutos. Hemos librado mil batallas para salir a flote". (Doris Maurer).

Luego de una larga noche debatiendo entre largas teorías sobre lo que había ocurrido, contando el plan de Norman a Alan y preparando tanto armas como suministros en las mochilas, al momento de salir el sol, Franco, Kaira, Samanta y Norman salieron en busca de Eric, mientras que Alan y su mujer cuidarían de Susan y la farmacia.

Los cuatro caminaban atentos de cualquier presencia; bastaba con que alguna de esas bestias los mirara u oliera para que alertara al resto, y ahí podrían darse por muertos todos; bueno, tal vez Kaira se salvaría, pero era obvio que no dejaría a Norman solo.

—Bien, chicos, estamos a una hora de la casa de Eric. Debemos cruzar unas calles, luego subir un cerro, pasar por un pequeño bosque y ahí daremos con él —les contó Norman mientras miraba las calles que contaban con algún que otro infectado en busca de una presa.

—¿Cómo sabes que está vivo? —preguntó Samanta con cierto fastidio. No le agradaba la idea de buscar a alguien en específico ni tampoco arriesgarse a perder a Franco. Él era la única persona que le quedaba, la única en quien confiaba, y esa chica Kaira le daba una mala espina terrible.

—Lo está, Samanta, él es, por decirlo así, un rarito amante de los zombis y los apocalipsis. Su familia es de militares y es un superviviente nato. Yo sé que está vivo. De seguro se armó e hizo trampas, o empezó a dispararle a los infectados y hacerles explotar como el adicto a la adrenalina que es —le explicó Norman, ya fastidiado por el irritante comportamiento de la joven, quien tan solo se acomodó el cabello y caminó al lado del rubio.

Franco y Kaira soltaron una risita al escuchar la descripción de Eric, mientras que Samanta daba un largo y exagerado suspiro. A esas horas del día la temperatura era exageradamente alta, y en eso los cuatro coincidían.

—Vamos en dúo y agachados, no sabemos cuánto ven y huelen esas cosas, ni cuáles son los que corren, saltan o tienen más fuerza física. Si los acorralan, intenten matarlos a la mayor cantidad y salgan corriendo. Franco y Samanta, la debilidad de los infectados es un golpe a la cabeza, al cerebro, para ser específica —les indicó Kaira para jalar a Norman, por un lado, de la calle.

Franco y Samanta fueron por el otro lado. En el medio había infectados esparcidos por todos lados, pero contaban con la suerte de que había carros que los cubrieran. Aquellos seres estaban inmóviles, ni siquiera se escuchaba un ruido, pero algo que notó Norman era que el sol les daba de lleno.

Estuvieron por más de dos horas corriendo, agachándose, y hasta en algunas oportunidades matando infectados, acercándoseles de manera silenciosa por detrás para luego darles un golpe devastador en la cabeza, o cortándoles la misma.

Luego de tanto, al fin los cuatro habían llegado a su destino. Era un gran cerro que, al subirlo, daba vista a un bosque vasto de árboles gigantescos, lo que permitía una gran sombra y que el viento no se colara por el lugar. Lo perturbador de aquel lugar fue que donde estaba la entrada del bosque, había cadáveres, algunos con palos de madera clavados en la cabeza, otros con agujeros de balas y algunos hasta calcinados.

—El lugar parece seguro, digo; está alejado del pueblo —susurró Franco para romper el horrible silencio.

—La casa de Eric está cruzando este sendero. La casa de su abuela es antigua, por eso queda tan lejos; el lugar es algo oscuro, silencioso, macabro. Si llegan a ver un infectado, no hagan ruido, miren todos esos cadáveres —exclamó Norman señalando el pequeño bosque.

Los cuatro caminaban, procurando no hacer mucho ruido y siempre alertas por si un infectado hacía acto de presencia. Luego de un rato, Samanta se apoyó en un árbol secándose el sudor de la frente, para luego chillarles a los tres que se detuvieron al verla.

SIN DESTINO: EL INICIO (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora