El esposo

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El fuego ascendía por el muro de piedra y devoraba la planta alta de la tienda, construida en madera. El aire estaba denso de humo; los hombres que formaban cola para pasar los cántaros de agua ya estaban negros. Sólo ojos y dientes se mantenían blancos.

Liu Ao, desnudo de la cintura hacia arriba, usaba enérgicamente el hacha de mango largo para destruir la tienda vecina de la incendiada. El vigor con que trabajaba no permitía sospechar que llevaba dos días completos esforzándose de ese modo.

El campamento en donde ardía la tienda (y donde había otras diez reducidas a cenizas) le pertenecía. La circundaban murallas de tres metros y medio, que descendían por la colina desde el gran rio Mo. Este campamento era el fuerte principal donde se dirigía esta guerra. Un espía en medio de la noche había aprovechado el cambio de turno de los guardias para provocar un incendio.

–¡Liu Ao! –Aulló Zhang Di por encima del rugir de las llamas. También estaba sucio de humo y sudor–. ¡Baja de ahí! ¡El fuego está demasiado cerca!

Liu Ao pasó por alto la advertencia de su hermano jurado. Ni siquiera miró la pared incendiada que amenazaba caer sobre él. Sus hachazos se tornaron más vigorosos, mientras luchaba por dar la vuelta a la madera seca que recubría el muro de piedra, para que el hombre que esperaba abajo pudiera empaparla de agua.

Zhang Di sabía que era inútil seguir gritando. Hizo una señal cansada a los exhaustos hombres que lo acompañaban para que continuaran arrancando la madera de la pared. Estaba ya agotado, aunque había dormido cuatro horas: cuatro más que Liu Ao. Sabía por experiencia que, mientras un centímetro cuadrado de la propiedad de este estuviera en peligro, su hermano no dormiría ni se permitiría descansar.

Permaneció abajo, conteniendo el aliento, mientras Liu Ao trabajaba junto a la pared en llamas. Se derrumbaría en cualquier momento. Sólo cabía esperar que acabara pronto con su tarea y descendiera la escalerilla hasta un lugar seguro. Zhang Di murmuró todos los juramentos que conocía, en tanto su amigo coqueteaba con la muerte.

soldados ahogaron una exclamación al ver que el muro ígneo se tambaleaba. Zhang Di habría querido bajar a Liu Ao por la fuerza, pero sabía que sus fuerzas no superaban a las del mayor.

De pronto, los maderos cayeron dentro de los muros de piedra. Inmediatamente Liu Ao se lanzó por la escalerilla. Apenas tocó tierra, su amigo se arrojó contra él para derribarlo, poniéndolo lejos de la cortina de fuego.

–¡Maldito seas, Zhang Di!–Aulló Liu Ao junto al oído de su amigo, aplastado por su peso–. ¡Me estás asfixiando! ¡Apártate!

El otro estaba demasiado habituado a sus reacciones como para ofenderse. Se levantó con lentitud; le dolían los músculos por el trabajo realizado en esos últimos días.

–¿Así me agradeces que te haya salvado la vida? ¿Por qué demonios te has entretenido tanto tiempo allí arriba? En pocos segundos más te habrías asado.

Liu Ao se incorporó con prontitud y volvió la cara ennegrecida hacia el edificio que acababa de abandonar. El incendio ya estaba contenido dentro de los muros de piedra y no pasaría a la construcción vecina. Seguro ya de que los edificios estaban a salvo, se volvió hacia su amigo.

–¿Y qué podía hacer? ¿Dejar que se incendiara todo? –Preguntó, flexionando el hombro; lo tenía desollado y cubierto de sangre, allí donde Zhang Di lo había hecho rodar por entre escombros y grava–. O bien detenía el incendio, o bien me quedaba sin campamento. Los ojos de Zhang Di despedían chispas.

–Pues yo preferiría perder cien edificios y no a ti. Liu Ao sonrió, haciendo brillar sus dientes blancos y parejos contra

la negrura de la cara sucia.

Domando un corazón de piedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora