Sandra quiso salir tras el coche la noche anterior. Alberto se lo había impedido y habían llorado sobre la cama hasta quedarse dormidos. Ya había amanecido hacía rato. Los hermanos se habían acurrucado y ahora Alberto estaba despierto. No se movió para no despertar a su hermana, pero su voz la sobresaltó.
-¿Cómo vamos a vivir ahora?-sollozó Sandra.
-Como lo hemos hecho hasta ahora-susurró.
-Sin Leticia, y sin papá, y sin mamá...
Alberto la notó temblar y la abrazó con fuerza, y se prometió que la protegería siempre. Recordó que antes de sus vacaciones adoraba a los zombis, se arrepintió de ello.
Se levantaron y desayunaron las últimas frutas medio pochas que robaron, y hablando de posibles lugares seguros, encontraron una salvación. Alberto y Sandra se ataviaron con sus mochilas, y, pistola en mano, salieron de allí. Tenían un plan. Ocuparían una escuela cercana, tenía muros y verjas, además, seguro que no había ningún zombi. Se dirigieron a la escuela por el camino más corto posible. Y al doblar una esquina encontraron varias criaturas, a las que liquidaron con los cuchillos. En 1 minuto llegaron allí, pero parecía que alguien se les había adelantado. Asomados a la verja con precaución, vieron a varios hombres armados vigilando la puerta principal, a algunas mujeres, y también a niños, que jugaban despreocupados en el patio. Sandra los miró con mal disimulada envidia.
-Podemos vivir con ellos-susurró Sandra.
-Ya, pero puede que sean peligrosos. Además, cabe la posibilidad de que haya más integrantes en el grupo, y que sean peligrosos.
-Ya, pero...
Sandra-dijo Alberto mirándola fijamente-, es lo que hay. No podemos confiar en nadie.
Y sin una palabra más, se alejaron de allí.
-¿Qué hacemos ahora?-preguntó Sandra.
-Podemos saquear alguna tienda y volver al apartamento.
Su hermana asintió en silencio. Como no sabían por dónde empezar, decidieron vagar por los alrededores, hasta que encontraron una tienda de chuches. Entraron corriendo, emocionados, y se atiborraron de dulces. Justo cuando ya salían, con bolsas llenas de golosinas, vieron que muchos zombis, lejos de ellos, iban a una misma dirección.
Todos sacaron las armas y vieron venir a los coches. Estaban a unos 5 metros de la carretera. Esperaron a que los 3 coches pasaran, pero no pasaron. Frenaron a su altura, y 5 hombres salieron de ellos.
-Qué suerte-dijo uno de ellos-. Se nos empezaban a acabar las provisiones. Y las mujeres.
Todos alzaron las armas.
Coral advirtió que alguien golpeaba la ventana de uno de los coches. Y la reconoció. Era Leticia. Uno de los hombres no había salido del coche, y la sujetaba poniéndola la mano en la boca. Quiso gritar. Pero calló y rompió el contacto visual. Pensó que, si las cosas se ponen feas, estaría bien que ese hombre no supiese que conocía a Leticia.
-Si os portáis bien-dijo el que parecía ser el jefe-, dejaremos que os vayáis vivos. Solo tenéis que darnos las armas, y las mujeres.
Pedro, el abuelo de Sol, tuvo una idea. Empezó a respirar ruidosamente, mientras se llevaba las manos al pecho y se dejaba caer de rodillas sobre el suelo.
-¿Qué le pasa?-preguntó un hombre.
-¡Abuelo!-gritó Sol mientras corría hacia él.
Todos el grupo se acercó a ver.
Un gesto casi imperceptible de Pedro advirtió al grupo de la estrategia. Sol reaccionó primero.
-¿Tenéis medicamentos?-preguntó a los hombres.
Ellos parecían desconcertados, y se miraban los unos a los otros.
-¡Rápido, se está muriendo!-los apremió Lidia.
Uno de los hombres corrió hacia el coche. Quedaba 4 en pie. Era el momento. Todos alzaron las armas y dispararon, cada uno, a uno diferente. Todos los bandidos murieron en el acto. Pero uno de los neumáticos de un coche recibió una bala. Solo quedaba uno vivo. El que estaba en el coche con Leticia.
El restante salió del coche, usando a Leticia de escudo humano.
-No, por favor-dijo el hombre.
Pablo vió que no estaba armado, así que apuntó a su cráneo y apretó el gatillo. La bala pasó a escasos centímetros de la sien de Leticia, antes de dar al hombre, que calló muerto. La joven rompió en llanto antes de echar a correr hacia el grupo y abrazarlos. Tras el feliz reencuentro, Lidia intervino.
-¿Siguen vivos?-preguntó, esperanzada.
-Alberto y Sandra sí. Pero Ramón, no-respondió, con pesar.
Lidia se puso a llorar al descubrir que sus hijos seguían vivos, pero su marido, no.