Capítulo XXXIII: Dragón de los Siete Impactos

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"Si vuestro ojo es lo suficientemente capaz de ver buenas cualidades en otros que aparentemente son inferiores a vosotros, entonces ellos pueden ser vuestros maestros". (Bushido).


Entre pinos y cerezos de pétalos rozados, cayendo sobre ella por el viento, se encontraba de pie, ahí, en la entrada de una gran casa de aspecto japonés tradicional. Ella esperaba sentada en una roca, viendo el pequeño puente y riachuelo, por donde pasaban pesas de colores hermosos y los pétalos flotando en el mismo.

Pudo ver estatuas de Buda y otros dioses asiáticos que desconocía; también observó los estandartes con el símbolo de un dragón negro con morado. Los Yajakurei, un clan sumamente poderoso económicamente, colaboradores a su causa, a veces donaban y entregaban a guerreros entrenados entre la cuna, desde espías hasta guerreros de choque.

Ruth se encontraba vestida con un kimono, con la parte exterior roja, con detalles en negro y blanco, con la larga cabellera rubia voluminosa y lacia suelta; parecía una leona al asecho, con un ojo de iris rojo y azul; consecuencias de su preciado elixir.

Había venido a Japón por cuestiones económicas, para recaudar fondos, solicitar los juramentos y lealtades de las casas nobles de aquel país que permanecían ocultas, pero había un motivo más.

Kaira, su hermana, sí, era letal por sí misma, pero lo que le hacía destacar era su grupo casi perfecto, los repartidores de muerte. Fundada esa idea en su mente, quiso reclutar a los mejores de los que podían disponer, y en un país donde antaño el oficio era combatir hasta la muerte, qué mejor lugar.

Necesitaba a alguien leal, honorable, pero por sobre todo letal y eficiente. Así que consultó con Nera, una coreana encargada de la administración en Asia de la N.R.U., llevándola hacia los Yajakurei, donde el propio espectro solicitaba a los asesinos del clan y les daba lecciones propias para convertirlos en fuerzas de temer.

—Señorita Ivannovs; mi maestro la espera adentro, disculpe el atraso —le comentó apareciendo una mujer, con el cabello hasta los hombros, vestida con un kimono negro.

Ruth tan solo asintió y se levantó, para luego seguirle el paso con unas sandalias de madera especiales. No estaba en su país, menos en su casa, así que debía de respetar las reglas.

La mujer abrió una puerta corrediza de lo que parecía madera con una hermosa tela y los estandartes de afuera. El lugar era gigante, con aromas a especias que desconocía.

Al entrar vio un tatami gigante de color negro, con el símbolo del dragón y pétalos morados en todo el centro. A cada lado había una columna de al menos diez hombres, algunos jóvenes, otros mayores, todos llenos de cicatrices y tatuajes, fuertes, disciplinados, imperturbables.

Todos estaban sentados con las piernas cruzadas, las espaldas rectas, y detrás de ellos habían unas especies de armaduras de samurais, pero no antiguas, casi como el modelo que ella usaba, pero muy inspiradas en los guerreros antiguos, todas de color negro con detalles en dorado, morado y blanco.

Al frente de Ruth se encontraban dos personas, un hombre de cabello corto peinado hacia atrás, canoso, con una barba arreglada y unos monos anchos pero ajustados en los tobillos de color blanco. Era enorme, tanto en musculatura como en tamaño; debían medir al menos un metro noventa, si no que dos metros, algo inusual en ese país. Tenía letras en japonés tatuadas en el pecho por columnas, y unas garras en los hombros de tigre de color oscuro.

Ruth inclinó la cabeza un poco en señal de respeto, pues a pesar de que sus ojos, su figura, su extrema belleza, consecuencia al parecer del elixir, también intimidaban, aquel hombre ni siquiera respiró. Su mirada expresaba lo duro de su vida y lo letal que era, y ahí recordó las palabras del espectro.

SIN DESTINO: EL INICIO (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora