Capitulo 48: Fe y huesos rotos

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Iglesia, Ciudad Capital. 20 de enero del 880 d.d

Como le era habitual desde hace ya unos diez años, Moiré enfilo sus pasos hacia el interior de la desdeñada iglesia, siempre atento de no caer ni tropezar con alguno de los escalones, que a tales horas se volvían traicioneros ante la falta de una luz que le permitiese distinguir entre cada uno. Ya de frente a la pesada puerta de madera, se sorprendió de encontrarse con que esta se hallaba abierta de par en par, permitiéndole percibir con claridad el nervioso eco de unas pisadas provenientes del interior.

Quizás un hombre a punto de convertirse en padre, pensó el hombre, o tal vez alguien que acaba de perder a un ser querido. No, era imposible que fuese lo último, aquellos que se acercaban para pedir por el descanso del alma siempre se quedaban de pie o arrodillados frente a la hipotética representación de la segunda, llorando y rogando para que la madre de todos perdonase los pecados que el difunto pudiese haber cometido en vida.

Sea quien sea, se dijo a si mismo, solo cambiare las velas y me iré. Cada noche, Moiré visitaba la iglesia con la intención de realizar un ritual conocido como "La Renovación de la Llama", que en realidad no era más que el recambio de los cirios destinados a siempre mantener iluminado el altar mayor, por lo general dedicado a la imponente figura de el Primero, creador de todo lo existente.

Al interior de la iglesia, el incesante eco inicio un lento proceso de metamorfosis en que las pisadas fueron convirtiéndose en los desesperados murmullos de una voz femenina, cuya dueña por lo visto se había detenido finalmente frente a uno de los siete altares que adornaban la sala principal. Para su desgracia, una figura regordeta se encontraba arrodillada ante la colosal estatua que con exceso de detalles representaba la gloriosa figura de aquel que según la Fe de los Siete era el creador de todo lo habido y por haber, moldeador de la figura humana y causante de cuanta desgracia o milagro pudiese suceder.

Tantos años alejado de tu credo, y aun debo cambiarte las velas cada noche. Pensó Moiré, lanzándole una mirada desafiante al severo rostro de la escultura, sin embargo, no pudo evitar que una sonrisa cargada de nostalgia aflorara en sus finos labios.

─ Aun así no puedo negar que gracias a tu culto pude conocer a las personas más importantes en mi vida, lástima que ya ninguna de ellas se encuentra a mi lado.

Se añadió para si mismo, sin darse cuenta de que esta vez había hablado en voz alta y no al interior de su cabeza como lo tenía planeado. Se maldijo a si mismo por haber interrumpido los incesantes ruegos de la mujer, quien una docena de pasos más adelante recién advertía su larga y delgada presencia, deteniendo sus rezos en seco antes de voltearse e intentar infructuosamente reconocerlo a la titilante luz de las velas.

Las facciones de aquel rostro que le resultaba extrañamente familiar manifestaban un rictus de duda.

─ No era mi intención interrumpirte, ruego que me disculpes. -Se apresuro a decir levantando los brazos a la altura del pecho y enseñando las palmas en señal de arrepentimiento.

Ella se puso en pie de un salto para luego caminar directamente a el con el ceño fruncido, estudiándole de pies a cabeza.

Moiré retrocedió un par de pasos.

─ ¡Han pasado décadas y tu apenas has cambiado! -Exclamo la mujer, deteniéndose tan cerca de él que podía percibir su olor: una mezcla entre condimentos y cerveza.

La voz resonó en su cabeza como una reminiscencia cuya antigüedad superaba por poco los veinte años. A su confundida mente afloraron los recuerdos de su última temporada como miembro activo de iglesia, el primer beso, la primera caricia coqueta, el primer sexo.

Padres e hijosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora