Capítulo 49. "El momento en que lo supe"

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No tengo idea de quién le enseñó a conducir a Elizabeth, pero es claro que sus lecciones no han sido lo suficientemente buenas, pues en lo que va del trayecto, se le ha apagado el auto en todos los semáforos que hemos pasado y al pasar un pequeño tope. No tengo idea de cómo logró llegar a casa con el auto de su madre, pues estoy segura de que fue un reto llegar si no sabe manejar muy bien. Y a decir verdad, ¿por qué su madre le confío el auto?

¿Y por qué yo le estoy confiando mi vida? 

Estoy segura de que a la velocidad que vamos nada trágico podría suceder, pero voy tan tensa que me duele el cuello y la mandíbula de tanto ahorrarme las maldiciones que pienso. También, ahora pienso que fue mala idea comer algo antes de salir, pues esta oscureciendo y estoy a nada de saltar del auto para irme corriendo. Hasta correr con tacones sería más seguro que la situación aquí dentro.

—Lizzie, ¿tienes licencia de conducir?—se me ocurre preguntar.

Lo piensa unos segundos y se encoge de hombros, sin alterarse ni un poco.

—Aún no saco cita para el examen de conducir.

Mis labios se curvean en una asustada sonrisa que preocupa a mí amiga y tengo que tomarla de la mandíbula para regresar su mirada al frente y no en el pánico que desbordan mis ojos.

—No sé porque confíe mi vida en tus manos justo cuando las cosas van mejor—lloriqueo—. Iré a la cárcel otra vez si es que no morimos y si muero, mi fantasma vagará por siempre por no haber cumplido todas mis tareas.

—No seas ridícula, ya llegamos.

—Oh—musito al notar que el carro ya no está en movimiento, porque es tan difícil notar eso cuando vas como a tres kilómetros por hora.

—Después de esto recuérdame nunca darte un aventón—resopla—. Ve por tu caballero en peligro, valiente damisela. 

—¿Aún huelo a perfume?

Me acerco a ella con la cabeza ladeada para que huela el espacio de mi cuello y mi pecho, y pueda decirme si la fragancia a fresa aún persiste.

—Sí—responde—. Date prisa que tengo que devolver el auto antes de las ocho.

Asiento con la cabeza y le doy una clase de despedida militar antes de abrir la puerta. Troto lo más rápido que puedo hacía la casa verde frente a mí. Las casas de los suburbios opuestos a donde vivo, son totalmente diferentes; aquí tienen el jardín en la parte de enfrente y la cochera en la parte de atrás. O eso supongo yo, pues el callejón que parece rodear la casa me hace pensar eso.

Las piernas me tiemblan pero no sé si por el cansancio de los zapatos o por lo que estoy sintiendo en estos momentos de tensión. Subo las escaleras del porche al aire libre y me aliso el vestido. Me arreglo un poco las ondas del cabello y me doy un segundo para acomodar las ideas de mi cabeza y todo el discurso que he preparado durante el camino. Y vaya que me  ha dado tiempo para planearlo.

Toco la puerta con simpleza, esperando que Tom y no alguien más que viva con él, porque sería algo vergonzoso. Pero después de todo, la vida me escucha, pues es Tom quien abre la puerta. Esta frotándose los ojos y está vestido con una playera negra y unos pantalones de pijama a cuadros. Tiene el cabello despeinado, la almohada marcada en la mejilla y un restos de palomitas en el pecho.

—Hola—digo como si esto fuera lo más normal del mundo y después intento sonreír.

Cuando nota que soy yo, parece dejar atrás la pesadez que cargaba. Deja su mano congelada a una distancia prudente de su mano para poder observar la sorpresa de su rostro.

El viaje de GresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora