✒Epílogo

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En un día soleado de agosto o quizá de septiembre, rodeados del aroma floral del verano, una pareja se encontraba gozando de la suavidad con la que el viento cálido golpeaba las pieles que no tenían cubiertas por la ropa. Sumidos en la presencia del otro, en su tacto suave tan conocido gracias a la entrega de este durante lluvias, tormentas, ventiscas, mañanas ajetreadas, tardes somnolientas y noches activas, llenas de miel, de amor y placer.

Aunque la terracilla donde descansaban estaba desierta a excepción de ellos, les llegaban las risas desde el interior del apartamento, dotando su mutismo tranquilo de una felicidad antagonista. Su hogar estaba lleno, sus corazones también.

Se notaba una serenidad abrumadora en el rostro joven de ella, sus facciones distendidas le otorgaban una belleza discreta aunque latente. Por parte de él, una satisfacción desmedida se adueñaba del suyo. Era como si en ese instante ninguno de los dos necesitase más, únicamente el tacto del otro, su aliento, su calor.

Fueron presos de su divina burbuja durante unos buenos minutos hasta que el ritmo sensual de una canción llenó la estancia principal, por consiguiente se filtró hasta el espacio del que disponía la parejilla, mostrándoles que quizá sí requerían de alguna otra cosa, y esa era, en este momento, de la sincronía de sus cuerpos, de sus corazones con la música que los convocaba desde dentro.

La mujer se giró en los brazos de su amante, acariciándolos antes de alzar el rostro para encarar la sonrisa que sabía que este le dedicaría, se dejó embelesar un momento por la hilera de dientes blancos que como profetizó, le enseñaban, siendo atraída también por los hoyuelos que tanto amaba, hasta que, con la coordinación que tienen las almas que se complementan, comenzaron a moverse al son que les reclamaba.

Ella pensaba que ese momento tan trivial era perfecto.
Él estaba de acuerdo con ella sin saberlo.

Danzaron un buen rato, a pesar del cambio de la música que parecían no notar, en realidad cualquiera que hubiese mirado la escena se habría dado cuenta de que no importaba mucho, pues ellos seguían la melodía que sus mentes evocaban en sintonía, con el río de recuerdos que la cercanía de sus cuerpos despertaba en su psique.

Él deseaba que este sentimiento recíproco no cambiara.
Ella era presa del mismo anhelo, al tiempo que planeaba disfrutar de este cuanto durara.

El tiempo como siempre siguió pasando, obligando a los amantes a atender a sus invitados, dejando su intimidad para después, prometiendo,eso sí, con una mirada, que compartirían un sinfín de estos momentos durante muchos más años de compañía, pasión y entrega.

La joven se deslizó fuera del abrazo de su pareja adelantándose un poco a esta, él se fijó en que su vestido blanco le adornaba la silueta de forma maravillosa, esa que a pesar de sabérsela de memoria le seguía enloqueciendo como el primer día, como lo hizo su cabello, su piel, su sonrisa, su inteligencia y su forma abismal de querer a quienes la rodeaban.

Se preguntaba a veces ¿Cómo pudo casi dejar ir tanta felicidad?, y para ser exactos se cuestionaba, ¿cómo ese sentir podía estar embotellado, cómo podía ser entregado en cantidades tan altas por un ser tan pequeño en tamaño? La respuesta llegaba cuando notaba la grandeza de su mirada compasiva, de su entrega, de su valor, su sinceridad. Cuando era testigo de su risa sin ataduras dejándose perder en ella, como en este momento, en el que el sonido le llenó los tímpanos. Como en este instante en que ella volteó a verle, tendiéndole su mano.

Él la tomó dándose cuenta de que la sujetaría siempre, siempre que ella se lo pidiera. Supo que si existía otra vida, seguiría sujetando esa delicada palma en aquel lugar eterno también.

Ella por su parte, al sonreírle y recibir el mismo gesto, tuvo de nuevo la certeza de que hay miradas cargadas de brío y están aquellas que traspasan, se internan llenas de anhelo; que compactan todo en un ser.

Que hay atracción física que sacude hormonas y la que prenda hasta el alma.

Hay caricias que otorgan placer y las que brindan vida.

Hay voces que resuenan y las que acallan al resto del mundo.

Para ella eran ese par de esferas que le observaban atentas, que le recordaban al caramelo fundido. Era ese lazo sin forma o visibilidad que la ataba a su ser cálido. Esas manos que sujetaban las suyas, que en este momento aceptaban su tacto, que le llenaban la piel al igual que el corazón de sensaciones, y ese timbre ronco que con dulzura, una y mil veces recitaban siénteme.

Siénteme ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora