Capítulo siete

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Esa voz retumbó en mis oídos.

Me sonaba tan familiar.

Giré a ver a la persona que estaba detrás de mí.

Era un total desconocido.

—¿Qué... qué quieres? —pregunté, nerviosa.

Más que eso. Estaba temblando.

Era un chico.

Muy joven.

Santa Virgen de las abdominales...

Qué digo.

Santa Virgen de los cutis...

Tragué grueso ante la belleza de semejante escultura.

Su cabello negro, sus ojos grises tan intensos.

¿Por qué te me haces tan familiar, eh?

Todo su rostro parecía haber sido esculpido.

¿Estaba hipnotizada?

¿Y quién no lo estaría?

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo entraste? —indagó, muy serio.

Era un alma negra.

Muy guapo por cierto.

Sus gestos...

Sus movimientos...

Su cabello...

Parecía ser tan determinado, tan serio, tan pulcro y cruel al mismo tiempo.

Su mirada tan fría y penetrante me provocaba escalofríos. Su aura me dejaba helada en mi sitio sin saber qué hacer o decir.

Estaba como para provocarle un dolor de cabeza muy grande. Eso me divertiría: verlo enojado, impaciente, volverlo loco.

No.

¿Qué me pasa?

Ni siquiera sé quién es él.

Si es bueno, o es malo.

—Te hice una pregunta —agregó, con impaciencia.

Yo sacudí mi garganta, saliendo de aquel trance en el que estaba metida.

—Em... —¿Qué se supone que deba responder?—. No lo sé, solo toqué algo flotante y aparecí aquí. ¿Dónde estoy? ¿Y por qué hay tantas fotos mías aquí? ¿Me morí?

Sentí que no debía preguntar mucho, puesto que su rostro me transmitía mucha intolerancia.

—No sé cómo llegaste aquí, pero tengo que averiguarlo. Se supone que eres una simple mortal. —Auch, en la cara no—. Tienes que irte. Y lo de las fotos no es de tu incumbencia.

¿Perdón?

—Es mi cara, claro que es de mi incumbencia —refuté, pero rápidamente me arrepentí al sentir sus ojos.

—¿Cómo te atreves a siquiera refutarme? Insolente —escupe con mirada despectiva.

De un segundo a otro abrió un gran agujero en el aire.

Lo miré confundida.

—Volverás a tu mundo, aquí no perteneces. —Su don para hacerme sentir inferior era muy bueno.

Pero...

No podía volver.

Mi padre me estaría esperando con las puertas abiertas, pero de una caja de metal con un grosor de tres metros.

—No —solté.

Él, que estaba por irse, se volteó a mirarme.

Su mirada dura, analizaba cada uno de mis poros.

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