Capitulo 6

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-¡Basta, deja ya de ejercer presión en todas partes! -continuó Roberta.

-Pero...

-Desde que hemos entrado aquí te has comportado de un modo atroz -lo condenó Roberta sin piedad -. Vete al mostrador de embarque y cállate ya. Y procura no aterrorizar a nadie más.

Roberta le dio la espalda, imperturbable ante la ira que él trataba por todos los medios de refrenar, y eligió unas sandalias de tacón alto negras. Se las probó. Le sentaban bien. Se las pasó a Diego sin mirarlo siquiera y se reunió con la encargada en la zona de lencería, donde eligió un camisón y algunos conjuntos de ropa interior. Discutir en público no servía más que para mortificarla. Accedería a comprar la ropa y luego la dejaría abandonada en cuanto perdiera de vista a aquel horrible hombre. La idea de tener que pasar treinta y seis horas con él la enfurecía. Diego le devolvió el vestido azul y los zapatos.

-Ponetelo -ordenó con una insolencia estudiada.

Roberta entró en el probador. Aquel hombre no tenía modales. Debía de encantarle discutir, no tenía pelos en la lengua y además era un desinhibido. Y en cuanto a su forma de reaccionar cuando alguien lo trataba con la misma medicina... ardía en llamas y estallaba como un cohete. Para cuando Roberta salió del probador toda la plantilla de empleados estaba atareada envolviéndoles la mercancía. Roberta nunca se había alegrado tanto en su vida de abandonar una tienda.

-Supongo que ahora querrás entrar en ésa de ahí - comentó Diego con una expresión de condena mal disimulada, haciendo un gesto hacia una perfumería.

-No, me las arreglaré. Los hombres primitivos se lavaban los dientes con un palito, ya encontraré alguno por ahí.

Diego se quedó mirándola atónito. Y después sorprendió terriblemente a Roberta. Echó la cabeza atrás y rió con espontaneidad, realmente divertido. Roberta lo miró con el pulso acelerado. Su blanca dentadura contrastaba con la piel brillante, y sus ojos marrones brillaban. El humor había borrado todo rastro de tensión de su rostro, y Roberta, desorientada, fue capaz por fin de apreciar lo atractivo que era.

-No me gusta ir de compras -le confió él en secreto, con voz ronca, como si ella aún no se hubiera dado cuenta-. Por lo general otras personas compran por mí.

Roberta se sintió de pronto incómodamente excitada, de modo que bajó la vista al suelo. Sin embargo en su mente seguía viendo la imagen de aquel devastador rostro perfecto. Y la conciencia de ello, la mera idea, la inquietó. Diego Bustamante no estaba haciendo el menor esfuerzo por impresionarla, y sin embargo ella era plenamente consciente de su apabullante atractivo y sexualidad masculina. No le gustaba esa sensación, le molestaba sentirse tensa e incómoda en presencia de él.

Roberta sólo tenía veintiún años, pero ya había decidido que los hombres eran un gasto inútil de tiempo y energías. Y nunca se había arrepentido de haber llegado a esa conclusión. No odiaba al sexo masculino, pero siempre reía con ganas cuando alguien contaba un chiste sobre su inutilidad. Después de todo la experiencia de Roberta
en ese campo, desde su infancia, había sido larga y traumática.

Diego trató de obligar a Roberta a que se apresurara y posó una mano sobre su espalda para que no se parara mientras caminaban por la terminal del aeropuerto. Ella se puso a la defensiva.

-Disculpa -dijo dando un paso atrás, decidida de pronto a escapar aunque sólo fuera por unos minutos.

-¿A dónde crees que vas?

-Al baño -contestó ella con énfasis - . ¿Es que pretendes venir conmigo?

-Te doy dos minutos.

Roberta dejó caer las bolsas de la boutique a los pies de Diego, y luego echó a caminar.

- Roberta... -la llamó él tendiéndole un peine -, quizá debieras de hacer algo con tu pelo mientras estás ahí dentro.

Roberta apretó los dientes. No había tenido tiempo ni de mirarse al espejo. Se resistió a peinarse el cabello con los dedos y continuó caminando hasta desaparecer por la puerta de los servicios. En cuestión de segundos se cepilló el cabello hasta que calló suelto y liso por los hombros. Se miró al espejo y frunció el ceño al notar que tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. El vestido era sencillo dentro de su elegancia, y eso le gustaba. Pero no era su estilo.
Apretó los labios sonrosados y generosos y examinó el peine de plata que él le había dado, recordando la facilidad con la que había adivinado su talla. Aquello no hubiera debido de sorprenderla. Diego, de unos veintinueve años, era un mujeriego impenitente e irrecuperable. Y era natural que lo fuera, reflexionó Roberta con cinismo. Los hombres con dinero y poder vivían en un mercado lleno de mujeres deseosas de vender. Diego era un verdadero imán para las mujeres, y él lo sabía. Y era evidente que nunca en la vida había tenido que preocuparse demasiado por endulzar sus modales, que resultaban poco menos que impresentables. Sin embargo, a pesar de todo, iba a viajar gratis a Grecia. En un avión privado y con toda clase de lujos. ¿Desventajas? Tener a Diego pegado a sus espaldas. Aquélla iba a ser toda una aventura, se dijo Roberta. Mucho más divertido que abrillantar suelos.

De repente recordó que tenía que llamar al señor Barry. Su otro jefe esperaría que ella abriera la librería a la mañana siguiente, como era habitual. Nunca llegaba hasta mediodía. A pesar de la advertencia de Diego tenía que llamar al señor Barry, pero no podía contarle la verdad. Tendría que inventarse una excusa para explicarle su ausencia. Roberta se escondió detrás de dos mujeres altas que salían del baño y se escabulló hasta los teléfonos públicos a escasos metros. Diego estaba de pie, en medio de la sala abarrotada, hablando distraído por el móvil.

Roberta marcó el teléfono de la operadora. Como no tenía dinero tenía que pedir una llamada a cobro revertido. Justo cuando contestó la operadora Diego volvió la cabeza arrogante hacia ella. Roberta colgó de golpe, pero no fue lo suficientemente rápida. Diego la vio antes de que pudiera alejarse de los teléfonos.

En El Lugar Equivocado •TERMINADA•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora