Rebanada 9. Abatido.

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—¿Eso qué es eso, 'agüelo' de Diego? —preguntó el pequeño Banso al mirar, junto a su primo Diego, a aquel anciano sacar un álbum de fotos de su librero con el fin de colocar la fotografía que su nieta Nadia le había regalado recientemente.

El anciano se sentó en su sillón, pegó la foto de Nadia en una de las últimas páginas de su álbum, y apreció de nuevo el retrato de su nieta mayor marchando como escolta escolar de la bandera nacional, le emocionó aquello tanto como a sus dos nietos pequeñitos que, acercándose a él, uno permaneció a su derecha y el otro a su izquierda, ambos estirando su pequeño cuello para acercar su rostro al libro.

—Soy tu tío abuelo, Bansito —señaló el abuelo tras acariciar la cabeza del niño—. Aquí guardo mis fotos.

—O es mi tío o es mi agüelo, decídase.

—¡¿'Puedemos' ver todas tus fotos?! —preguntó Diego interrumpiendo con emoción los razonamientos de su primito.

El anciano sonrió y les mostró el álbum, muchos de los rostros de aquellas personas plasmadas en los trozos de papel no les eran familiares a los dos niños, aún así, ambos preguntaron con sincero asombro por las historias detrás de cada retrato, pero no fue sino hasta que llegaron a una foto en especial, que su emoción llegó a tope.

—¡¿Cuándo montaste un pony y no me llevaste?! —reclamó Esteban a su primito mientras se cruzaba de brazos luego de ver aquella fotografía.

El pequeño Diego estaba tan asombrado que no respondió, permaneció con la vista clavada en aquella imágen. El abuelo entonces explicó:

—No, Bansito, no es Dieguito, es su papá. ¿Verdad que son iguales?

—¡Por eso siempre dicen que mi primis Gordieguito es la copia de su papá!

Diego se enorgulleció al ver aquella fotografía, admiraba mucho a su padre y por ello le emocionó profundamente ver que, en efecto, él era una versión pequeña de su papá. La conexión entre ellos era tal que ambos se sentían felices cuando la gente les decía lo parecidos que eran, incluso, buscando ese halago, el padre solía vestir a su hijo de igual forma que él durante los compromisos sociales.

Aunque por su trabajo como médico el padre de Diego no tenía mucho tiempo libre, siempre que podía, procuraba estar con su hijo llevándolo a sus prácticas y partidos de fútbol y nunca se perdía sus eventos de karate. Y aquel orgullo de padre era correspondido por el hijo que no perdía oportunidad para presumir a su padre frente a sus amigos.

Cierta tarde, durante su último año de primaria, Diego preguntó a su madre mientras ésta conducía rumbo al hospital luego de haberlo recogido en la escuela:

—¿Por qué conduces hacia tu trabajo?

—Por error me traje las llaves del consultorio de tu papá. Solo paso a dejarle las llaves y nos vamos a casa.

—¡Ay, no! Mejor yo se las llevo a su oficina o tú vas a quedarte a platicar con tus compañeros.

Luego de llegar a su trabajo, ella le entregó las llaves a su hijo quien, de manera fugaz, entró al hospital y, saludando a las enfermeras y doctores compañeros de sus padres, llegó hasta la puerta de la oficina del afamado neurocirujano, el Doctor Diego Navarrete.

El niño trató de girar la perilla para abrir, pero al encontrar la puerta bajo seguro, decidió utilizar las llaves que traía consigo para así tontear en la oficina imaginando que él era aquel “Diego Navarrete” que señalaba la placa que estaba en la puerta. Dispuesto a jugar dentro de la oficina, él abrió, pero sus intenciones infantiles se destruyeron cuando al entrar, vio a su padre besando a una joven doctora.

Piña IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora