ARCHIVO 025

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Thaile

Debo regresar a mi departamento para vestirme adecuadamente para el velorio, mientras el secretario hace lo mismo en su mansión. Me muevo con la precisión de una sombra; cada paso medido, cada gesto disfrazado de solemnidad. Pero por dentro, estoy hecha de cuchillas. Corto, me retuerzo, y aún así, sonrío.

Al llegar, encuentro a Nicolás sentado en el sofá. Su expresión es más seria de lo habitual, sus ojos fijos en un punto invisible, como si su mente estuviera atrapada en un bucle del que no sabe escapar. Lo ignoro. No quiero enfrentar nada que no tenga que ver con trajes oscuros y falsos pésames. Me encierro en mi habitación y cierro la puerta con más fuerza de la necesaria.

Me quito la ropa como quien se arranca una segunda piel: áspera, incómoda, llena de memorias. Me cambio con rapidez, escogiendo un vestido negro que cae como un suspiro sobre mi cuerpo. No hay luto real en mí. Solo estrategia mientras preparo todo para la función.

Al salir, lo veo en la misma posición.

—¿Cómo te fue en las clases? —pregunto sin verdadero interés.

—Bien —responde, pero su voz es un susurro tembloroso. Una alarma interna se dispara en mí.

—¿Qué pasa?

Lo miro con más atención. Su cara está pálida. El miedo le cuelga de los hombros como un abrigo que no sabe cómo quitarse.

—¿Vas a matar al papá de Rosie?

Y entonces... el mundo se detiene. Algo se me atora en la garganta. Una sombra helada me trepa por la espalda. No lo esperaba. No tan directo. No tan pronto.

—¿Revisaste mis archivos en la computadora?

Él asiente, bajando la mirada. Ese simple gesto tiene el poder de destrozarme. La fragilidad de su silencio me hiere más que cualquier grito.

—¡Carajo, Nicolás! —exploto, clavando una mano en la pared con una fuerza que tiembla en los huesos. Me acerco, el pulso desbocado, intentando encontrar una forma de revertir esto, de borrarlo, de volver a cuando él aún no sabía quién soy. Pero el niño se levanta, se aleja con ojos asustados, y se encierra en su cuarto como si yo fuera un monstruo.

—Sal de ahí... —susurro frente a la puerta, tragándome el veneno que quiere salir. —No te voy a hacer nada. Abre y sal, por favor...

Mi voz se quiebra. ¿En qué momento pasé de perseguir hombres para matarlos a perseguir a un niño y rogarle que me deje explicarle por qué no soy el demonio que ahora cree que soy?

—¡Perdón! ¡No vi nada! —chilla desde adentro, su voz hecha trizas. —¡No vi nada!

Sus palabras me atraviesan como una aguja en la garganta. No puedo respirar. No puedo pensar. Solo siento ese peso en el pecho que me hace querer llorar y gritar y romperme en mil pedazos.

—Necesito que te calmes y salgas...

—¡No! —grita, desesperado. —¡No quiero!

Apoyo la frente contra la puerta y cierro los ojos. Trago saliva. Vuelvo a respirar. Otra vez. Otra más.

—Escúchame... sé que te asustaste por lo que pudiste ver —mi voz es ahora un hilo de seda rota.

Y claro que está asustado. Cualquier niño cuerdo lo estaría si se encontrara con la computadora de una asesina a sueldo. Imágenes explícitas. Planes. Rutas. Rostros tachados. Rostros que ya no existen. Rostros como el del padre de la niña que tanto adora.

Me odio. Me odio con un nivel que ni siquiera creía posible. ¿Cómo pude ser tan descuidada? ¿Cómo le puse el infierno en las manos a la única criatura que me ha visto sin máscaras?

Tras de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora