ARCHIVO 029

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Thaile

No sé qué se cree Shun. Cree que me conoce, que todavía hay algo en mí que puede salvarse. Se equivoca.

Las únicas personas que me importaban están muertas o me olvidaron. Así que no, ya no hay nadie más. Que se jodan Marc, Blanca, Nicolás, Rosie... Que se joda el mundo.

Y sin embargo, aquí estoy.

La mansión parece más imponente que nunca, sus muros altos como los de una fortaleza que me vigila, me encierra, me tienta. En el jardín, una multitud de cámaras y reporteros rodea al secretario como si fuera un mesías caído. Marc habla con firmeza, impecable en su traje, rodeado de una atención que debería sofocar a cualquiera, pero a él le alimenta.

Mis tacones crujen sobre la grava cuando me acerco. La multitud es un mar de ruido y flashes, pero él me ve. Su mirada me atraviesa como si el mundo se hubiera apagado por un segundo. Medio sonríe. La arrogancia y la ternura se le mezclan como siempre, y me obliga a corresponderle con una sonrisa que no siento, una sonrisa afilada, defensiva.

No soy suya. No soy de nadie. ¿Entonces por qué mi pecho se aprieta como si lo fuera?

Roger y Elías observan desde un rincón, rígidos, como si la escena fuera un teatro del que también quieren controlar el guion.

—Agradezco la solidaridad de mis colegas en este momento difícil para el país —declara Marc, con voz firme y mirada calculada—. No solo perdí a un miembro valioso de mi equipo, sino también a alguien que era como de mi sangre.

Mentiroso. Deberías odiarlo. Lo sabíamos ambos. Pero igual lloraste por él.

—Una última pregunta, señor secretario —dice la periodista, extendiendo el micrófono como si ofreciera una daga—. ¿Tiene algún mensaje para quien provocó esto?

Marc sostiene su mirada en la cámara, y por un momento, juro que la dirige a mí.

—Sí. Que esto no se quedará así. La muerte de mi hermano no quedará impune.

Siento un nudo ahogándome. Lo odio. Lo odio por importarme. Por hacerme desear que nunca descubra quién soy en realidad. Porque el día que lo haga, ya no me mirará como ahora.

La entrevista termina. Él se levanta, agradece, saluda, y luego viene hacia mí.

—Chérie... —susurra, tomándome las manos, besándolas con una dulzura que debería darme asco—. Quería que estuvieras a mi lado para esto.

Trago saliva. La voz se me quiebra antes de salir.

—Lo siento... tuve clases particulares —miento.

Él alza una ceja. Sus ojos se clavan en mí con esa mezcla irritante de inteligencia y deseo.

—¿Clases particulares? —repite, con una sombra de duda.

—Claro —respondo, devolviéndole la mirada, fingiendo que soy de hierro—. Eso hacía, chérie.

La palabra se me escapa con veneno y ternura mezclados. ¿Qué demonios me pasa?

Él no dice nada. Solo me mira. Me lee. Y me duele.

Porque lo peor no es que me haya mentido a mí misma. Lo peor es que, cuando se va, me descubro deseando que no me suelte nunca más.

Y lo odio por eso.

Y me odio más a mí.

Los medios exigen una foto y, sin previo aviso, Marc me rodea con el brazo, atrayéndome hacia él como si fuéramos la pareja perfecta. Su mano se desliza con lentitud calculada por mi cintura, asentándose con un dominio que me hace contener el aliento.

Tras de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora