Interludio

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Llevo siete años siendo militar

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Llevo siete años siendo militar. Entré en la academia en el último curso de instituto y empecé a currar antes de los dieciocho, con una pistola cargada siempre a cuestas. Así que no tengo ni puta idea de por qué me sorprende que me llamen en mi día libre para ir al laboratorio. Me gustaría poder decir que es algo excepcional, pero hacen esta mierda demasiado a menudo.

Salgo de la cama con un bostezo y paso de la ducha y de cambiarme de ropa interior. Me limito a ponerme el uniforme y a servirme un café en un vaso de plástico.

―¿Tu novia? ―me pregunta mi compañero de litera, Jenkins.

Normalmente vivo en los barracones, porque es más sencillo que tener que ir a la fracción de viviendas cada día al acabar el turno. Solo voy por allí cuando quiero ver a Ginna.

―Qué va. El capitán. ¿No te han llamado?

Su móvil suena justo cuando acabo de decirlo. Me enseña la pantalla. Es el capitán. En persona. También es quién me ha llamado a mí, para darme una orden muy parca. No sé por qué está haciendo este trabajo personalmente. Lo único que se me ocurre es que el resto de la gente esté muy ocupada. Él no lo estará, supongo.

Suspiro y espero a Jenkins. Se levanta mientras responde y apenas le da tiempo a decir «sí, capitán» y «en seguida, capitán», antes de que este le cuelgue. Más móviles suenan a lo largo de los barracones mientras se viste y coge el café que le he servido de la larga mesa con cafeteras y bollos rancios que tenemos a un lado del barracón.

―Como odio esta mierda ―murmura, con un bostezo enorme.

No es tan temprano, pero ambos tuvimos trabajo anoche hasta tarde en la puerta. Fue una noche complicada. Han empezado con la campaña de las putas tarjetas púrpuras y la gente se pone nerviosa. Un par de imbéciles trataron de fugarse. Tuvimos que golpearlos para poder detenerlos. Aún me duelen los nudillos.

―Espero que esta mierda no se alargue mucho ―le doy la razón, acabándome el café de un trago.

―Sí, yo si fuera tú también querría irme con esa niñita con la que sales ―me dice, entre burlón y baboso.

―No te pases ―sugiero, aunque me da igual lo que diga.

Ginna está bien, es joven, entusiasta y deseosa de experimentar cosas nuevas. Tengo que reconocer que me divierte muchísimo. Y su grupito de amigos raros también. A veces incluso disfruto de la compañía de alguno de esos frikis. Y Ginna definitivamente, cuando no se pone pesada, es muy disfrutable. Joder. Quería que la cría fuera un entretenimiento pasajero, pero reconozco que no quiero estropear la situación. Estoy empezando a colgarme de ella como un idiota y algunos de sus amigos me caen jodidamente bien. Ya está. Ya lo he dicho.

Jenkins y yo llegamos al laboratorio y nos hacen ir a una especie de sala de conferencias enorme, donde hay un montón de militares. Nos tienen un buen rato esperando, antes de que el capitán entre.

―En unos minutos daremos la alarma de la ciudad ―va directo al grano―. Anoche unos sujetos muy valiosos escaparon de este mismo laboratorio. Fueron casi medio centenar. No pueden vagar por la ciudad, son peligrosos para los ciudadanos. Deben ser recuperados o erradicados. Ese será el trato también para cualquier ciudadano que esté fuera tras la alarma y con el que os topéis. Los fugados son peligrosos. Pueden ser contagiosos, no queremos que esto se propague. Muertos o capturados. No quiero a nadie vagando por la ciudad libremente. ¿Queda claro?

El silencio se hace en la sala. Nunca nos han dado orden de matar a nadie, al menos en todos los años que hace que yo soy militar. Hemos detenido a gente, sí, pero el mayor peligro que he visto en la ciudad son los adolescentes de fiesta tras el toque de queda. ¿Qué es eso de matar ciudadanos? La idea me hiela la sangre en las venas y me cuesta moverme. Incluso aunque las voces a mi alrededor se suceden con fuerza. Pese a que Jenkins me golpea el brazo. No puedo reaccionar...

Y la alarma suena en la ciudad, tan ruidosa que me ensordece.

*

No creía que fuera real. No hasta que los hemos visto. Mi unidad va por las calles de la ciudad casi entre risas, sin plantearnos que realmente haya nadie fugado que sea peligroso. Mi móvil pita dos veces entonces, y lo miro con tranquilidad sin dejar de caminar. Porque no creo que haya peligro.

―¿Qué pasa? ―pregunta Jenkins.

―Ginna está dando una fiestecita con sus amigos. Yo los mato.

―Ve, si quieres ―sugiere Jenkins―. Yo te cubro.

Estoy a punto de hacerle caso, cuando se desata el infierno. Ni siquiera veo de dónde viene, pero oigo un disparo y los sesos de mi amigo, compañero de litera y de trabajo, me empapan el hombro y la cara.

La formación se ha roto. Veo a uno de los tipos entonces y disparo, pero él tira a la vez de uno de mis compañeros y le coloca delante de sí mismo. Mi bala golpea en su casco y este cae al suelo. El tipo que lo ha usado de escudo retrocede una pierna, alza una pistola hacia mí y dispara. ¡¿Por qué los pacientes fugados están armados?!

Giro una esquina y salgo corriendo. Debería quedarme a rematarle, es lo que nos han ordenado, pero esto es jodidamente real. Nunca he disparado a nadie que no sea un muñeco o un trozo de papel. Nunca hemos tenido un enfrentamiento real. Y no puedo hacerlo. Simplemente no puedo. Yo no me alisté para esto.

Me limpio los sesos de Jenkins, mientras me pregunto si he matado a otro de mis compañeros (ni siquiera he visto quién era en la oscuridad que reina en este lugar) y me fuerzo a seguir corriendo. Tengo que avisar a Ginna. Si la gente no sale de su casa los militares se darán cuenta más pronto que tarde de que hay más gente de la que debería allí. No quiero que los disparen. Porque lo que está pasando aquí, no sé cómo, pero es jodidamente real.

 Porque lo que está pasando aquí, no sé cómo, pero es jodidamente real

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