¿Alguna vez has sentido que alguien te mira? Pero que te mira de verdad, no como cuando vas de noche por la calle y te parece que hay algún pervertido caminando tras de ti. La sensación es más bien como... Como si cientos de ojos observasen a través de unas cámaras cada movimiento que haces.
Es una sensación que siempre he tenido en mayor o menor medida, al menos desde que tengo recuerdos. Quizá es por vivir en un orfanato, que vaya donde vaya siempre había gente tras de mí. Y sí, he dicho había, en pasado. Yo sigo aquí, pero la mayoría de los otros niños ya no están. Los militares vinieron, como aquel último día de clase, y nos hicieron pruebas en la sala de estar del edificio. De los más de cincuenta niños de todas las edades, nos quedamos siete. Siete.
Al resto se los llevaron, sin dar explicaciones, sin decir nada. También se llevaron a algunos de los cuidadores. La señorita Rawson solo nos dijo que no hiciéramos preguntas. Vamos, como siempre. Yo, en realidad, no necesité preguntar. Sé que se los llevan al laboratorio y sé que no van a hacerles nada bueno.
El orfanato está en la parte más alejada posible del centro de la ciudad. Después de todo, somos apestados, marginados, ignorados. ¿Quién querría a unos niños sin padres en una ciudad en la que todo el mundo puede ser padre de forma natural? Sé cómo van las adopciones fuera, porque he visto películas y leído libros. La señorita Rawson es aficionada a la lectura y sé de buena tinta que los libros que lee no son precisamente de los que la ciudad permite. Por eso los esconde y no denuncia los robos. Jamás me ha pillado, por cierto.
En cualquier caso, no importa. Aquí nadie nos adopta, los niños sin padres no vivimos a la espera de un hogar, porque esta es nuestra única opción. Todos lo sabemos. O, más bien, lo aprendemos.
Es doloroso ver a los críos que llegan nuevos, ya sea porque sus padres han muerto, desaparecido o porque los han abandonado y, con el paso del tiempo, ir notando como pierden la esperanza. Todos pasamos por lo mismo, las mismas fases, los mismos sentimientos.
Sí, sí, lo lógico es que si estas son nuestras perspectivas deberíamos ser como una gran familia. Hermanos juntados por el destino. Pues bien, nada más lejos de la realidad. No somos familia, no somos hermanos, somos enemigos, competidores y, en ocasiones, incluso crueles unos con otros.
La ciudad no quiere mantener a los niños que nadie necesita. No somos productivos, no aportamos nada y costamos dinero. Tengo una deuda con nuestra ciudad, una real, que se genera a mi nombre y tendré que devolver trabajando donde me digan cuando acabe de estudiar y sea mayor de edad. Mis opciones principales son la unidad de residuos o alguna fábrica. En el mejor de los casos, quizá, hacerme militar. Cuando acabe de pagar mi deuda vital, podré hacer lo que quiera, pero ¿me quedarán fuerzas y ganas de esforzarme para entonces? Quizá no.
El caso es que los pocos e insuficientes recursos que llegan al orfanato a menudo son discutidos y peleados. Alguien, en un alarde de conciencia sin igual que le permite volver a dormir esa noche, nos envía un par de tabletas de chocolate. Si los cuidadores no se las quedan para sí, como suele pasar, entonces hay verdaderas guerras entre nosotros para obtenerlas.
Por eso nunca nos querremos, porque fomentan esa competición. Tiran las migajas al suelo y dejan que nos peleemos por ellas. Y lo hacemos.
Durante un tiempo, al poco de llegar, incluso me pareció bien. Lo hacía como ellos y cuando iba al colegio, me peleaba con mis compañeros de allí por cualquier cosa. Los lápices, un trozo de bocadillo que alguien dejaba un segundo descuidado... No importaba el motivo.
Creo que fue Leslie la primera en darse cuenta de lo que me pasaba. En entenderlo, con un raciocinio sin igual para nuestra edad. Quizá lo habló con sus padres, no sé. El caso es que un día apareció con dos bocadillos y me dio uno cuando yo me estaba peleando con Ginna por su napolitana de chocolate. Y, a partir de ese día, fue a clase con un bocadillo extra siempre.
Desde entonces, somos inseparables. La comida manda, o eso suele decir Trevor cuando finge que se queda con nosotras por comer, en lugar de irse con los chicos, y no porque le encante estar junto a Leslie desde que la conoció. Es algo que siempre me ha gustado ver, la abnegación de Trevor, siguiendo a mi amiga a todas partes, sin que ella se dé cuenta de lo que pasa. Porque la muy tonta no se ha dado cuenta hasta hace poco y eso que se ha pasado dos años persiguiéndola.
En fin, será que yo soy más intuitiva que ella, porque incluso en este momento, tumbada en la oscuridad de mi habitación, sé que me miran. Yo no veo un pepinillo, pero alguien me mira. No, alguien no, mucha gente. Miles de personas.
Y, pese a que es absurdo porque no sabemos nada de ellos desde hace más de un mes, sé que Simon y Thiago están entre esos ojos que me miran. Suspiro, me arropo hasta la frente y trato de calmar mi respiración. Algo no va bien. Va a pasar algo. Noto una inquietud en mi pecho que no me pertenece.
Estoy aterrada.
Un suave olor a desinfectante inunda mis fosas nasales incluso bajo la vieja manta de lana que huele a mi perfume y, ligeramente, a sudor y pies. No podemos lavar toda la ropa, así que han dado prioridad a la interior; la ropa de cama lleva mucho tiempo sin lavarse. Y no es que antes lo hiciéramos muy a menudo.
Saco los ojos ligeramente por encima de la manta, pero la oscuridad es total y eso que no serán más de las ocho de la tarde. Los horarios van un poco como quieren, pero a partir de las seis los cuidadores nos mandan a dormir. En cualquier caso, es de noche constantemente desde hace un mes y pico, tal como soñé y le conté a Leslie, aunque no me hizo ni caso.
Algo arrastra los pies por la habitación. Lo oigo, aunque no lo vea, y me quedo paralizada, con la manta a la altura de la nariz y el estómago encogido. El olor se hace más fuerte. Desinfectante, sangre y algo más que no identifico. Apesta. Pero hay algo familiar de fondo, aunque suene a locura. Como un olor que sí conozco y que golpea en el centro de mi cerebro.
Un suave gemido, como si tratase de hablar, sea quien sea, el que me observaba en la oscuridad con mil ojos, y siento su mano extenderse hacia mí, pero no puedo ver nada. Una parte de mí me dice que me lo estoy imaginando, pero está ahí, lo sé. Me mira, me miran todos ellos, y sus dedos tratan de tocarme.
Sigo tumbada boca arriba, respirando entrecortadamente, ahogándome por no gritar. Me repito que me lo estoy imaginando, o que es otro de los niños gastándome una broma sin una pizca de gracia. Sin embargo, el olor se hace tan intenso que me dan nauseas.
Y los dedos extendidos hacía mí me tocan, acarician mi frente con un tacto extraño, suave y acolchado, helado. Es casi como si me estuviera pasando una salchicha por la frente. No puedo respirar o, mejor dicho, no puedo llevar el oxígeno a mis pulmones. Respiro rápido y el aire sale como entra. Al menos me da esa sensación. Me estoy mareando, pero quizá es por la peste.
Me toca, me acaricia, desliza la mano por mi pelo. Detecto lo que estaba reconociendo entre medias de la peste, pero no lo proceso antes de soltar un grito que me desgarra la garganta. Estoy segura de que lo han oído hasta la otra punta de la ciudad.
En una especie de compenetración extraña y algo desquiciante la pantalla de mi móvil se enciende cuando me llega un mensaje. Atino a ver, gracias al pálido resplandor blancuzco, a una sombra escabullirse de la habitación a toda prisa.
―¿Papá...? ―susurro al silencio de la habitación.
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La Contención - *COMPLETA* ☑️
Science FictionLeslie vive en la Contención «la ciudad donde nunca pasa nada» hasta que suena una alarma y todo cambia. *** La Contención es una ciudad octogonal separada en fracciones. Cada una de estar fracciones contiene una parte fundamental de la ciudad (vivi...