Introducción

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El viento es como miles de cuchillos sobre la piel húmeda de mis mejillas mientras corro sin rumbo

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El viento es como miles de cuchillos sobre la piel húmeda de mis mejillas mientras corro sin rumbo. Suelto un sonido mitad jadeo mitad sollozo y me detengo porque las lágrimas no me permiten ver más. No soy tan estúpida como para buscar ser arrollada por un auto.

Camino hasta el árbol más cercano y me siento. No sé cómo terminé en este parque y tampoco me importa. Abrazo mis rodillas y apoyo mi barbilla sobre ellas. Me cuesta respirar así que me tomo unos minutos para intentar tranquilizarme mientras las lágrimas siguen cayendo silenciosamente.

El dolor en mi pecho es insoportable.

«No sirves, no sirves, no sirves».

No sirvo.

No sirvo para hacer lo que más amo.

No soy suficiente.

No soy nada.

Una maldición ahogada me obliga a levantar la vista. El cielo está teñido de tonos oscuros y decorado con un incontable número de estrellas, por lo que se me dificulta un poco hallar de dónde provino el sonido pero entonces lo veo.

Está maldiciendo a todo su árbol genealógico por haberse golpeado un pie con lo que supongo es una roca. Es alto, debe sacarme unos buenos diez centímetros, y está completamente vestido de negro. La sudadera que lleva parece demasiado pequeña para su altura y contextura. Una capucha cubre su cabello y las sombras ocultan su rostro pero cuando voltea a mirarme yo siento que sus ojos me traspasan.

—Lo siento, no sabía que había alguien aquí —murmura. Tiene la voz rota—. Lo mejor será que me vaya.

Da media vuelta y comienza a caminar de regreso por donde vino.

—¡Espera! —Ni siquiera yo sé por qué lo hago, pero lo detengo. Él se voltea lentamente y yo me limpio las mejillas apresuradamente—. Puedes quedarte. No me vendría mal algo de compañía.

Él vacila solo durante un segundo antes de ponerse en marcha y acercarse. Se sienta junto a mí e imita mi posición. Gira su cabeza para mirarme y recién entonces logro verlo. Sus ojos son una noche sin estrellas. No hay otra manera de describirlos. Negros como ningún otro que haya visto. Su cabello es del mismo color y tiene un rizo rozándole la frente. Se ve adorable.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta.

—Emilie. No Emily con y griega, sino Emilie con ie.

Eso le saca una sonrisa con hoyuelos.

—Emilie —lo prueba—. Me gusta. El mío es Aiden. ¿Quieres hablar de lo que te trajo aquí?

Sacudo la cabeza de inmediato.

—¿Y tú?

Su mirada se ensombrece.

—Tampoco.

—Bien, entonces solo... quedémonos aquí en silencio.

Por el rabillo del ojo, lo veo asentir, y acostarse sobre la tierra. Cierra los ojos durante un segundo y respira profundo.

No sé cuánto tiempo pasa pero el aire se hace más fresco y yo comienzo a temblar. Aiden se sienta nuevamente y se quita la sudadera para luego dejarla en mi regazo.

Lo miro con el ceño fruncido.

—Hace frío —dice, simplemente—. No quiero que te enfermes.

Decido que no quiero discutir así que tomo la sudadera y me la pongo. Es cálida y huele a pintura. De hecho, incluso tiene algunas manchas de diferentes colores en las mangas.

Se me abre un hueco en el pecho.

—¿Pintas? —La pregunta abandona mis labios antes de que siquiera lo piense.

—Sí. Vendo los cuadros que hago para conseguir algo de dinero extra. —Me mira—. ¿Y tú?

—¿Si pinto? —Suelto una risa que se siente como arrancarme el corazón—. No, no sirvo para eso.

«No sirves, no sirves, no sirves».

Me ahogo, siento que me ahogo.

—¿Puedo contarte un secreto? —pregunto sin pensar.

—Claro.

—La mayor parte del tiempo, finjo. Desde pequeña me inculcaron que debía ser perfecta pero, por mucho que lo intento, no lo consigo. —Es la primera vez que se lo digo a alguien y no puedo negar que es liberador—. Y temo olvidar cómo ser yo misma. Temo perderme.

Silencio.

Ni siquiera sé por qué lo dije pero ya no puedo tomar las palabras de vuelta así que espero con el corazón golpeando mi caja torácica como un caballo en pleno galope.

—¿Puedo contarte un secreto? —murmura luego de varios segundos.

Suelto un suspiro, mi corazón vuelve a latir a una velocidad normal.

Me gusta que no dijera nada sobre mi confesión. Me hace sentir más segura.

—Claro —respondo.

—Me odio. Cada segundo de mi vida es una tortura. Y odio no ser lo suficientemente valiente como para acabar con ella.

Hasta el aire parece detenerse ante su confesión. No sé cómo responder a eso. Abro y cierro la boca varias veces pero las palabras se niegan a acudir a mí.

—No tienes que decir nada —dice—. Solo... mira las estrellas conmigo.

Se tumba. Yo asiento, aturdida, y me tumbo con él. Las estrellas brillan con fuerza por encima de nuestras cabezas.

—¿Ves esa estrella de allí? —Señala un punto brillante en el cielo—. La que parece brillar más que las demás. Se llama Sirio. Está a 8.6 años luz de distancia.

—Es hermosa —susurro y giro la cabeza hacia él—. Así que te va todo el rollo astronómico.

Se encoge de hombros.

—Me gusta. —Su mirada se vuelve lejana durante un segundo—. A mí madre también le gustaba.

Gustaba.

A su madre le gustaba.

Aiden no vuelve a hablar y yo tampoco lo hago. Miramos hacia el firmamento estrellado todo el tiempo, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Por alguna razón, no me siento triste. No ahora.

Y en algún momento debo dormirme porque cuando vuelvo a abrir los ojos es de día, el lugar junto a mí está vacío pero yo sigo llevando su sudadera.

Hasta que las estrellas dejen de brillarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora