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Estamos tendidos sobre el pasto mirando las estrellas mientras el cigarrillo se consume en mi mano lentamente pitada a pitada

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Estamos tendidos sobre el pasto mirando las estrellas mientras el cigarrillo se consume en mi mano lentamente pitada a pitada.

No hemos hablado de nada en el tiempo que llevamos así. Cada uno está sumido en sus propios pensamientos, simplemente contando con la compañía silenciosa del otro pero es suficiente. Es más que suficiente.

Intento no pensar en lo que que me espera en casa. Ni el refrigerador vacío, ni en las pinturas que aún no he podido vender, ni en las que no he hecho, ni en la mierda de vida que me tocó. Solo me concentro en esto. En el suave canto de los pájaros y su respiración.

No sé por qué vine. Supongo que quería salir un rato y este parecía un lugar perfecto para estar en calma. No quería pintar ni soportar a Luc diciendo que debería irme de mi casa. No creí que ella estaría aquí también con un arma letal —también llamada libreta—, un carboncillo y mi sudadera puesta.

Esa que mi madre me regaló cuando cumplí quince porque sabía que estaba obsesionado con esa banda.

Esa que le dejé hace un año porque no paraba de temblar y mi conciencia no me permitía irme y dejarla congelarse.

Esa que ahora lleva puesta y seguro tiene su olor en lugar del mío.

Tiene los ojos cerrados, una mano sobre el abdomen y la otra a un lado del cuerpo y se ve… libre. Tranquila. En paz. Como si todo lo que la perturbara —lo que ensombrece sus bonitos ojos azules— se hubiera convertido en humo y se lo hubiese llevado el viento. Se ve aún más guapa así. Y cuando no me insulta. Aunque no voy a negar que me gusta que lo haga.

—¿No quieres tomarme una foto? —murmura sin abrir los ojos—. Seguro te dura más.

Suelto una carcajada.

—Solo veía esas pecas en tu nariz. No las noté la última vez.

Ahora sí abre los ojos y me mira como si le hubiera dicho que soy su hada madrina y voy transformar una calabaza en su carruaje.

—¿Pecas?

—Ya sabes, esas que tienes en la nariz. Antes no se notaban por el maquillaje pero ahora…

—Mierda —exclama y se tapa la nariz de inmediato.

Mi ceño se hunde.

—¿Por qué te tapas? —inquiero.

—No me gustan mis pecas. Por eso las oculto con maquillaje. Son… feas.

—Yo no creo que sean feas.

—Tu opinión no cuenta.

Elevo una ceja.

—¿Por qué no?

Ella traga saliva.

—No lo entenderías.

—¿Por qué no? —repito.

—Porque... porque te parezco una rubia plástica.

Es obvio que eso no es lo que quería decir, pero decido seguirle la corriente.

—Eso no es cierto. Me pareces un poco exasperante, es cierto, pero sé que en el fondo no eres así. Sufres.

Traga saliva otra vez pero no aparta la mirada.

—¿Qué te hace creer eso?

—Tus ojos. Tus ojos gritan lo que tu boca calla.

Se queda en silencio, perdida en sus pensamientos.

—¿Te puedo contar un secreto? —pregunta, y es como si volviera en el tiempo a esa noche hace un año.

—Solo si yo te puedo contar uno también —contesto y me parece ver la sombra de una sonrisa en sus labios pero desaparece demasiado rápido como para que pueda confirmarlo.

Toma aire.

—Tienes razón. Solo finjo que soy perfecta. Nada cambió realmente, solo me volví una mejor mentirosa.

—Yo no creo que exista esa perfección que buscas, esto que eres... —Sacudo la cabeza, luchando por encontrar las palabras—. No creo que debas cambiarlo para contentar a nadie.

—¿Tu confesión? —me apremia, ignorando por completo lo que dije.

Suspiro.

—No puedo dormir. Por eso vine esa noche hace un año. Por eso vine hoy. Tengo… tengo pesadillas.

Emilie me observa en silencio, como si quisiera descifrarme.

«No lo intentes, rubia, no te va a gustar lo que encuentres».

—No eres tan idiota como pensé —admite en voz baja.

Sonrío.

—Ni tú tan mandona como yo creí. Oh, espera, sí que lo eres.

Me golpea el brazo pero está sonriendo. Se ve bonita cuando sonríe.

—Idiota.

—Mandona.

—Idiota.

—Mandona.

—Idio… —Suelta una carcajada y yo me uno a ella—. Dios, parece que tenemos cinco años.

—Ojalá fuera así —musito cuando me calmo—. La vida era más fácil a los cinco años.

—Definitivamente, sí.

—Y pensar que a esa edad quería ser grande —rio con amargura.

Si el pequeño Aiden hubiese sabido lo que le esperaba, lo último que hubiera querido es crecer.

—Creo que todos queríamos ser grandes de pequeños.

—Pobres ilusos, no sabíamos lo que venía con ello.

—Pero no es algo que podamos evitar, ¿no? Equivocarse, sufrir, aprender de eso.

—Suenas como si intentaras convencerte a ti misma.

Su mirada se vuelve lejana.

—Tal vez lo hago.

Miro el cielo, buscando esa estrella que tiene un pedazo de mi alma con ella.

—No de todos los errores se aprende. Algunos simplemente te hacen sufrir eternamente sin que haya nada más después.

La cicatriz en mi abdomen parece quemarme y las lágrimas llenan mis ojos pero sacudo la cabeza y me centro en los suyos. Son como el mar en medio de una tormenta y, sin embargo, me transmiten calma. Todo en Emilie Ainsworth me trasmite calma desde esa noche hace un año.

—Nada es eterno, Aiden. Ni siquiera el peor de los sufrimientos.

Me quedo en silencio porque si bien con comparto su opinión, no tengo porqué intentar cambiarla.

—Los errores son una mierda. —Suspiro.

—Tienes toda la razón —dice, desviando la vista hacia el cielo—. Pero si no cometiéramos errores la vida sería muy aburrida, ¿no crees? Nos ayudan a aprender, después de todo. Crecemos con ellos. Nos forman. Yo prefiero cometer mil errores si eso me hace una mejor persona en el futuro.

—¿Crees que no eres una buena persona?

—Eso no es lo que dije —espeta, casi puedo ver los muros volviéndose a alzar detrás de la tormenta.

—Pero lo piensas.

Suspira, pero no responde.

Hasta que las estrellas dejen de brillarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora