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La sorpresa de Allan —de la que me había olvidado por completo hasta que él me lo recordó— resultaron ser dos entradas al cine para ver una película asquerosamente rosa.

Ese tipo de películas solían gustarme antes. De hecho, cuando éramos niños, Allan y yo solíamos verlas en mi casa con un tarro de palomitas que se terminaba antes de la primera media hora y algún refresco. Pero ahora ya no me parecen tan interesantes. Me aburren. Prefiero las películas de acción, pero eso él no lo sabe, nunca se lo dije, porque hace tiempo dejó de importar lo que me gusta y lo que no. Así que entro a la sala con una estúpida sonrisa en la cara, finjo que la película me parece lo más interesante del mundo y hasta suspiro teatralmente cuando los protagonistas se besan por primera vez.

Soy toda una experta en el arte de la mentira.

Al salir, Allan no para de hablar de lo buena que estuvo la película. Yo asiento y acoto alguna cosa de vez en cuando pero no estoy segura de mostrar mucha emoción. Él no parece notar que la película me pareció la cosa más predecible y aburrida del mundo, y estoy bien con ello. No quiero que se sienta mal por no saber algo que nunca me molesté en decirle.

Me lleva a casa en su auto y se despide con un beso corto. Y, si bien no quiero entrar y plasmar una sonrisa falsa en mis labios, sé que no tengo otra opción.

Una parte de mí espera que no haya nadie en la sala pero no es así. Mi madre es la primera en levantar la vista de la carpeta en sus manos y fijarse en mí. Tuerce el gesto y se quita los lentes.

—¿Dónde estabas? —pregunta en voz baja pero demandante.

Comienzo a quitarme el abrigo.

—Con Allan —respondo, mi voz suena muerta. Mi voz siempre suena muerta cuando hablo con ella—. Fuimos a ver una película.

Es inmediato; su rostro cambia al nombrar al perfecto primogénito de los White.

—Oh, está bien. Ve a ducharte y luego baja. La cena está casi lista.

Asiento, mirando de reojo a papá. Sus dedos se mueven rápidos sobre la pantalla de su celular, ni siquiera me ha mirado desde que llegué.

Trago el nudo en mi garganta y me dirijo a mi habitación.

Lo que más odio de cenar con mis padres es esto, esta incomodidad asfixiante que aprieta mi pecho.

—¿Cómo estuvo la facultad hoy, cariño? —Mamá arroja la primera piedra en dirección a mi hermana, que aprieta el tenedor con demasiada fuerza.

—Bien. Los profesores dicen que soy una de las mejores estudiantes.

Odio la sonrisa de orgullo y suficiencia en los labios de mi madre. No puedo ser la única que oyó el dolor en la voz de Amelie al hablar de la facultad.

—Me alegro mucho, hija. Tu padre y yo estamos muy orgullosos de ti. —Su mirada se desliza hacia mí y yo me tenso—. ¿Y tú, Emilie? ¿Cómo te va en el instituto?

Al parecer, el señor Greenstone no les contó que terminé en detención. Le agradezco internamente por eso.

—De maravilla. Tengo las mejores notas.

Otra vez esa sonrisa.

Pero sus palabras son diferentes…

—Sigue así, cariño.

Cariño. Así es como nuestra madre nos llama a Amelie y a mí cuando está de buen humor o quiere que hagamos algo por ella. Cariño. Es curioso que nos llame justamente como lo que nos niega cada día.

Hasta que las estrellas dejen de brillarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora