Capítulo V

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Emilia

Al día siguiente voy a la misa temprano con mi familia, con uno de mis vestidos veraniegos que dejan muy poco a la imaginación especialmente para el horrible trago matutino dominical de mi abuela. Ya acostumbrada deja su pañuelo sobre mis hombros cuando me siento en el último asiento, sola, hasta que llegan los padres de Carlos, y, obviamente, Carlos llega a sentarse a mi lado.

—Buen día —casi en un susurro estira su brazo por detrás de mis hombros sobre la banca.

—Buen día, Carlos, ¿Qué te trae a la misa?

—Tú —responde como si fuera obvio— quería saber si quieres ir a almorzar a la casa de mi familia hoy, después de la misa.

—¿Les preguntaste? 

—Claro, todos te quieren conocer.

—¿Seguro? —lo miro confundida, un poco avergonzada.

—Me encantaría, después incluso te puedo dar un postre —susurra en mi oído acercando una mano a mi muslo.

—Carlos, estamos en la iglesia —sonrío tomando su mano. 

—¿Y si no estuviéramos en la iglesia? —lo miro con los ojos entrecerrados, él sabe la respuesta.

Paso la misa escapando de la mano inquieta de Carlos, que busca tocar algo de mí, lo que sea, mi pelo, mis dedos, mis muñecas, mis rodillas, lo que sea le sirve para calmar su necesidad de sentir mi piel bajo las yemas de sus dedos. Sinceramente no sé cómo espera que vaya a casa de su familia a almorzar sin arrancarnos la ropa sobre la mesa delante de todos, haciendo caer las copas y cubiertos de la mesa. Pero estoy tan ansiosa como él de sentir su cuerpo entre mis piernas, completamente desnudos, sentir su sudor contra mi piel.

Por eso la misa se me hace eterna, entre dar la paz delante de todos en un cálido abrazo nervioso y decirle a mi padre que iré con Carlos.

—Yo la cuido, no se preocupe —dice Carlos estrechando la mano de mi padre, que le sonríe desde su aparente inocencia. 

Pero mi pobre padre no sabe que Carlos me lleva directo a su cueva, su cueva donde seguro va a colgar el traje de ángel con el que se muestra frente a él, de oveja blanca, suave y limpia mientras deja a la vista sus intenciones que van mucho más lejos que sólo empotrarme en el primer lugar donde me pueda apoyar, quiere reclamarme como su propiedad, lo hace lentamente, exhibiéndose a mis padres como un ángel y luego paseando su trofeo frente a su familia, una tranquila universitaria a punto de graduarse, con un pequeño vestido floreado, su abuela me sonríe y me lleva a mirar los jardines antes de que el almuerzo esté listo, su madre me abraza tan genuinamente feliz apenas me ve entrar y su hermano Benjamín me observa divertido. 

Mientras su mirada posesiva recorre cada uno de mis pasos desde su discreción, algunas veces desde lejos, con una mano en el bolsillo apoyado en el aparador de la cocina con una copa de cerveza, recorriendo mis piernas y mi escote a la vez que su mirada se vuelve tierna cuando mira mis pestañas o cuando me ve jugar con sus primos pequeños, con un cuchillo en su mano, con el que corta limones por la orden de su madre, que estoy segura si no fuera por el público usaría en este mismo momento para sacar el implante que descansa en la cara interna de mi brazo. 

—Carlos, necesito ir al baño —murmuro cuando toda la conversación se vuelve en torno a un futuro mío junto a Carlos y los nervios me consumen.

—¿Te llevo? —pregunta mirándome hacia abajo.

—Sólo dime dónde es, no se ve bien que desaparezca contigo —Carlos toma mis dedos y ríe, como si lo hubiese descubierto en una travesura, quizás esa era su idea.

Lo Que Quede De Verano © [Disponible En Amazon]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora