Drukhari: La leyenda del Torturador

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Gideon tembló incontrolablemente de miedo cuando se sentó acurrucado en un rincón de la celda, escuchando los gritos de angustia que los muros no conseguían amortiguar en absoluto. Un grito muy agudo rasgó el aire y, a continuación, se produjo un silencio odioso, tan sólo roto ocasionalmente por el sonido de cadenas y los gemidos de los que seguían con vida. Gideon oyó cómo se aproximaban unas pisadas por el corredor. Los tacones de las botas metálicas hacían un ruido característico en el duro suelo de una sustancia similar a la piedra.

Las pisadas se detuvieron frente a la puerta. Gideon contuvo la respiración, tembloroso, y esperó con su corazón golpeando contra las costillas en un frenético ritmo de latidos causado por un irrefrenable terror. La puerta se abrió con un siseo y la dura luz penetró con fuerza en la celda, cegando al prisionero. Mientras sus ojos se ajustaban gradualmente a la luz, pudo distinguir la silueta de su atormentador: una figura delgada con una ligera joroba. De su cinturón colgaban cadenas cubiertas de garfios y ganchos, y sus brazos y piernas estaban cubiertos de cuchillas de las que goteaban unos fluidos inidentificables. De su mano colgaba un largo látigo cubierto de pequeñas púas que brillaban a la luz. Cuando la criatura se adelantó, Gideon pudo comprobar que era una mujer, aunque apenas reconocible como tal. Ella se llevó un extraño aparato a los labios y habló en su extraño idioma; un instante después, la arcana máquina pronunció la traducción en un entrecortado y arcaico gótico imperial.

—Ha llegado momento para ti, criatura-presa. Señor esperar a ti —rechinó la criatura, señalándole con un dedo enfundado en una garra de metal.

Gideon se puso en pie, tapándose como pudo con los harapos que quedaban de su uniforme, en un vano intento de recuperar un poco de dignidad. Mientras renqueaba corredor abajo, con sus pies llenos de ampollas y cuarteados a causa de torturas anteriores, intentó recordar desesperadamente cómo había caído en las garras de los depravados piratas Eldars. Sin embargo, la constante agonía y los elixires habían borrado de su mente todo recuerdo del incidente, excepto por un vago conocimiento de que su vida no había sido siempre así, de que en algún momento había disfrutado de una vida diferente, aunque no podía recordar cuanto hacía de eso. En la Ciudad de la Oscuridad no existía diferencia entre el día y la noche para poder contar el tiempo transcurrido.

En cuanto penetró renqueante en el familiar resplandor de la sala de torturas, Gideon miró a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas por diversos artefactos para causar dolor: algunos eran simples cuchillas curveadas con formas extrañas; otros eran mas tecnológicos y estimulaban y amplificaban directamente las terminaciones nerviosas y los receptores del dolor del cerebro. Sin que nadie se lo ordenara, Gideon arrastró los pies hacia la losa manchada de sangre que servía de mesa de operaciones al Homúnculo y se estiró sobre ella boca abajo. Fue entonces cuando algo diferente atrajo su atención. Había alguien más en la habitación, alguien aparte de él y la Hemónculo. Dándose la vuelta, Gideon se sentó y observó a la sombría figura.

—¿Quién eres tú? —preguntó Gideon con voz rasposa.

—¡No preguntar! —el traductor de la Hemónculo ladró y la criatura realizó con una cuchilla un corte limpio y poco profundo que iba del cuello al abdomen, recorriendo el pecho de Gideon.

Mientras Gideon se retorcía de dolor, el extraño salió de entre las sombras y la lámpara de luz roja que colgaba sobre la losa le iluminó. El Eldar Oscuro vestía ropas largas y amplias, decoradas con motivos de plata tejidos en la tela que representaban escenas de torturas y orgías. Su cara era pálida y cadavérica, enmarcada por el recargado collar de sus ropajes.

Su pelo era negro como el azabache, afeitado en su totalidad excepto un largo mechón, y sus ojos tan oscuros que parecían desvanecerse en la oscuridad. Una cruel sonrisa se dibujó en sus labios y fijo su oscura y siniestra mirada en Gideon.

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