CAPÍTULO 52

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Alfonso Herrera

¿Qué cojones me pasaba? ¿Qué? ¿Por qué no era capaz de concentrarme?

La señorita Puente me tenía la mente dispersa. La había visto humedecerse

los labios con la lengua mientras tomaba notas y me había revolucionado la

sangre. Pero no solo la sangre. Joder, me había puesto la polla como el

cemento armado. La tenía sacudiéndose tras la tela del pantalón.

Aún estaba contemplando la silueta de los rascacielos de la ciudad,

recortada contra el espeso negro de la noche, preguntándome qué mierda me

pasaba. La señorita Puente. ¿En serio?

No había podido controlarme y había salido de mi boca un «no debería

hacer eso», que no venía a cuento. Aparte de hijo de puta, la señorita Puente

pensaría que era gilipollas. Porque, como digo, no venía a cuento. Había sido

algo inconsciente, instintivo, como cuando te caes y pones las manos para

amortiguar la hostia.

Continué enumerándole los puntos imprescindibles para hacer una

memoria técnica, pero me costaba horrores concentrarme.

Aparté la mirada del skyline de Nueva York, que empezaba a

emborronarse con las primeras gotas de lluvia que estaban cayendo, y me

giré.—

Por hoy es suficiente —dije. Consulté mi reloj de muñeca—. La llevaré

a casa.

Era lo mínimo que podía hacer después de haberla tenido trabajando más

de dos horas fuera de su horario laboral.

—No se moleste, si no quiere, puedo coger el autobús en la parada que

hay en frente —dijo la señorita Puente al tiempo que se levantaba.

—Está empezando a llover. No quiero que esté esperando el autobús bajo

la lluvia. —La voz me salió más autoritaria de lo que pretendía que me

saliera.

—Vale, como quiera —accedió.

Cogió su cuaderno y su bolígrafo y salió del despacho.

Me quedé apagando el ordenador y guardando los papeles que había sobre

mi mesa. Cuando terminé y salí, me encontré a la señorita Puente enfundada

en su abrigo gris y en esa boina roja que se colocaba graciosamente al «estilo

parisino».

Joder, me encantaba cómo le quedaba.

Y antes de que pudiera pensar si decírselo o no, se lo estaba diciendo. Las

palabras surgieron de mis labios con tanta rapidez que parecían tener

voluntad propia.

—Le queda muy bien esa boina, señorita Puente.

Su mirada se agrandó. Sus ojos oscilaron hasta encontrarse con los míos.

—Oh... —Se la tocó con la mano, sorprendida por mi halago—. Gracias.

Me la compré en un mercadillo de Charlottesville —dijo risueña, con esa

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora