CAPÍTULO 56

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A la mañana siguiente llegué a la oficina puntual y sin incidentes. La luz

del despacho del señor Herrera estaba encendida, lo que era claro indicativo

de que se encontraba dentro. Sentí un pellizco en el estómago. Estaba ahí, a

solo unos metros. El sensual beso y la imagen de su trabajado cuerpo

colocado entre mis piernas me atravesó la mente. Joder.

Seguía estando muy confundida y sin saber con qué actitud presentarme

frente a él.

Me desabrochaba los botones del abrigo cuando abrió la puerta de cristal.

Levanté los ojos y ahí estaba. ¡Cristo bendito!

—Señorita Puente, entre en mi despacho —dijo.

Tragué saliva mientras terminaba de quitarme el abrigo y lo colgaba sin

perder tiempo en el perchero.

El señor Herrera no se movió un centímetro del sitio, permaneció inmóvil

a un lado de la puerta mientras yo entraba. Me sentía como si fuera directa a

un matadero.

Avancé hasta las sillas de cuero que había frente a su mesa y me quedé de

pie. No me atrevía a girarme hacia él. Empecé a estrujarme los dedos de las

manos cuando escuché la puerta cerrarse.

—¿No va a mirarme? —le oí decir a mi espalda.

Me di la vuelta y lo miré.

Estaba en mitad del despacho con las manos metidas en los bolsillos, tan

alto, tan guapo y tan magnánimo como siempre. Porque si una cualidad tenía

Alfonso Herrera era su magnificencia. Si hubiera sido rey, marqués o general

del ejército, hubiera hecho historia. Seguro. Me parecía imposible haber

tenido entre mis piernas a un hombre como él, besándome y acariciándome.

La imagen vino de nuevo a mi cabeza. Qué traicionera era la puta.

Carraspeé nerviosa. Aquellos pensamientos no ayudaban a tranquilizarme.

No, no ayudaban.

No sabía qué hacer. No sabía qué decir. Lo que deseaba es que se abriera

un socavón en el suelo y que me engullera.

—¿Qué pasó ayer? —me preguntó.

Me miró con tanta intensidad que me ruboricé.

—No debimos besarnos, señor Herrera —dije. La voz me salió de

milagro.

—¿Por qué?

Echó a andar hacia mí.

—Porque no, porque... usted es mi jefe y yo soy la chica de prácticas.

—Esa respuesta no me convence, señorita Puente —atajó con

suficiencia.

Seguía avanzando hacia mí con pasos deliberadamente lentos, como un

felino acechando a su presa. Mierda. Y yo no sabía dónde meterme.

«Tierra, trágame. Trágame, por favor».

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