CAPÍTULO 37

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Alfonso Herrera

Cuando terminé de leer el libro, ya en plena madrugada, miré si podía

arreglar la persiana del salón. Sin hacer ruido para no despertar a la señorita

Puente, desatornillé el cajetín de la cuerda con la punta de un cuchillo, a

falta de destornillador. La cuerda estaba retorcida también dentro y no podía

pasar por la pieza redonda que permitía recoger la persiana. Alcé los brazos y

con paciencia la fui estirando poco a poco hasta dejarla perfecta. Subí y bajé

la persiana un par de veces y cuando comprobé que iba bien, atornillé de

nuevo el cajetín.

Llevé el cuchillo a la cocina y a la vuelta me senté en el borde del sofá y le

palpé la frente a la señorita Puente. La fiebre le había vuelto a subir. Miré la

hora y vi que ya se había pasado el efecto del último analgésico que se había

tomado. Me incliné y la llamé.

—Señorita Puente..., señorita Puente...

Seguía dormida como un tronco, probablemente por la fiebre. Algo que

desconozco me impulsó a acercar la mano a su mejilla y acariciársela con los

dedos.

—Señorita Puente... —volví a intentarlo.

Sus ojos se abrieron lentamente. Antes de que se percatara de mi caricia,

retiré la mano. Su mirada somnolienta se cruzó con la mía. Tenía el aspecto

de arrastrar el cansancio de muchos días.

—Señor Herrera... —Me miró sinceramente sorprendida, pestañeando

repetidamente, como si no esperara verme allí.

—Pensé que se habría ido... —musitó con voz pesada.

—No, señorita Puente, no voy a dejarla sola —dije.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

Se frotó los ojos con los puños como una niña pequeña.

—Le ha vuelto a subir la fiebre —susurré. Frunció el ceño, como si

estuviera aburrida de tener tanta fiebre.

Se tocó la frente.

—Es verdad —dijo.

—Tómese la temperatura.

Cuando se quitó el termómetro tenía treinta y ocho con uno. No era tan

alta como cuando había llegado, pero seguía siendo una fiebre importante.

Eché agua en el vaso y le tendí el analgésico mientras se sentaba en el sofá

con semblante agotado. Cogió ambas cosas de mis manos, se metió la pastilla

en la boca y tomó un sorbo de agua.

—Bébase toda el agua —dije, al ver cuáles eran sus intenciones.

En aquella ocasión no replicó, como había hecho las anteriores veces, se

limitó a obedecer sin más.

—Seguro que se está arrepintiendo de haberse quedado —comentó—.

Estoy siendo un coñazo, ¿eh?

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