CAPÍTULO 25

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Alfonso Herrera

Siempre que oía su nombre, sus recuerdos viajaban por mis venas como si

fuera un líquido venenoso, emponzoñándolo todo a su paso.

Corrompiéndome, más de lo que ya lo estaba. Su nombre me viciaba, me

convertía en un ser vil y despiadado. Me convertía en lo que ya no quería

dejar de ser. Su nombre me daba fuerza para seguir siéndolo, me alimentaba

para no dejarme en un intento. Ya nada ni nadie me haría daño, jamás, porque

antes de que cualquiera tuviera el desatino de hacerlo, me lo llevaría por

delante con la misma fuerza con la que te arrastra un ciclón. Lo engulliría y lo

destrozaría sin misericordia, pero no permitiría que me hicieran daño. Ya no.

Permanecí sentado en el suelo del despacho, con la cabeza recostada en la

pared de cristal el suficiente tiempo como para que se me entumecieran las

piernas. Mi cabeza daba vueltas y vueltas y más vueltas con la inequívoca

pretensión de volverme loco. Y me hubiera vuelto loco, quizá, de no ser por

la señorita Puente. Algo en ella había hecho que me contuviera, y que no

terminara tirando el sillón por la ventana. Me miraba con el desconcierto de

quien no sabe qué coño pasa, pero que sospecha que es muy grave.

No me hizo preguntas ni trató de indagar nada, ni siquiera por curiosidad

ni por cotillear, se limitó a guardar silencio, a estar, y a recoger

pacientemente todo lo que yo había lanzado por los aires.

Había tenido la sensibilidad suficiente para llegar a la conclusión de que

no era momento de dejarme solo y para ello no había dudado en enfrentarme.

Se había jugado sus prácticas, pero no le importó.

La señorita Puente miraba el mundo como una niña pequeña, y si veía

que alguien necesitaba ayuda, se la daba. Aunque ese alguien fuera su

déspota e insufrible jefe. Otros en su lugar hubieran salido corriendo, sin más.

¿Quién tendría los cojones suficientes para quedarse en plena crisis

«psicótica» de su jefe?

Ahora necesitaba salir de allí. Dejar mi despacho atrás y olvidarme de lo

que había sucedido dentro. Necesitaba desahogarme, la rabia continuaba

bebiendo de mi cuerpo y haciendo que me hirviera la sangre.

Me froté la cara con las manos y me levanté.

Unos minutos después iba camino de The Purple Line. Un selecto club de

lujo donde los hombres veían realizadas sus fantasías sexuales.

Dejé el coche en el aparcamiento y puse rumbo a la entrada.

—Bienvenido, señor —me saludó el portero.

Asentí con una leve inclinación de cabeza sin más ceremonia. Franqueé la

puerta que me abrió protocolariamente y me interné en la atmósfera púrpura

del lugar. Avancé por el ancho pasillo que se abría a mis pies, de paredes y

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