CAPÍTULO 28

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Jamás había deseado salir tanto de un sitio como aquel día del despacho de

Alfonso Herrera. El corazón me latía desbocado y el pecho apenas era capaz de

contenerlo. Me quedé unos segundos inmóvil en mitad de la oficina, sin saber

qué hacer, como si la monumental bronca que acabábamos de tener hubiera

sido algo irreal, una pesadilla de una noche de fiebre. Finalmente reaccioné y

mis piernas echaron a andar hacia los servicios de la planta.

—Señorita Puente, ¿qué le pasa? —Oí la voz del señor Morgan cerca de

mí, pero no me detuve, seguí mi camino hasta los servicios. Lo que menos

quería es que alguien me viera llorar.

Cuando entré, tras abrir la puerta de un empujón, cogí un poco de papel

higiénico y me enjugué las lágrimas con él.

La puerta de los servicios se abrió unos instantes después y entró Jerry

Morgan. Levanté el rostro y nuestras miradas se cruzaron a través del espejo.

—Hey, ¿qué le pasa? —me preguntó en tono de alarma, al ver que estaba

llorando.

Negué. No quería contarle lo que había pasado. No quería hablar con

nadie. Aunque no podía, quería irme a casa. Me dolía muchísimo la cabeza y,

quizá fuera por los nervios de la fuerte discusión que había tenido con el

señor Herrera, pero me daban escalofríos.

—Nada —sollocé.

—No se llora de la forma que está llorando usted por nada. ¿Le ha

regañado Alfonso? —insistió el señor Morgan, ignorando mi respuesta.

Me mordisqueé el labio de abajo.

—Hemos discutido —contesté finalmente—. Es un gilipollas y un hijo de

puta, y me da igual si se lo dice... —añadí con rabia.

—No le voy a decir nada, señorita Puente, ya sabe que no soy de esos...

—se apresuró a tranquilizarme.

Y no podía negar que era verdad, Jerry Morgan nunca le había ido al señor

Alfonso con el cuento de nada de mis meteduras de pata. Muchas veces me

había preguntado por qué no podría ser él mi jefe en lugar del primo de

Calígula.

—Ahora, cálmese, y cuénteme qué ha pasado.

Sorbí por la nariz.

—Había una cifra repetida en una columna del informe que me ha

mandado hacer sobre la solvencia de la compañía... —comencé.

—¿Para una licitación?

—Sí. —Asentí.

—Me ha llamado a su despacho con esos modales de pitufo gruñón que

tiene y me ha estado echando la bronca —expliqué—. Todo por un error. Un

error —enfaticé indignada—. Un puto error de transcripción sin

importancia..., y no sé qué me ha pasado, pero me he enfrentado a él.

Me coloqué detrás de la oreja un mechón de cabello de los que se me

habían soltado del moño que me había hecho después de que la tromba de

agua que me había caído encima por la mañana me dejara el pelo como una

mierda.

—Ya lo va conociendo, sabe cómo es... —comentó el señor Morgan en

tono comprensible.

—Insoportable. Es insoportable —atajé, limpiándome las lágrimas y

tirando el papel higiénico arrugado a la papelera—. Me ha dicho que no le

lloriquee y que si no me gusta el trabajo que me vaya. Y puede que le tome la

palabra. Estoy harta de que me trate como si fuera idiota de remate.

—Usted no es ninguna idiota, no se sienta así, por favor —dijo Jerry

Morgan, ofreciéndome otro poco de papel. Lo cogí y me soné la nariz.

Me pasé la mano por la frente. La cabeza me iba a estallar y no me

dejaban de dar escalofríos. ¿Qué me pasaba?

—Estoy cansada —susurré.

—Haga una cosa, márchese a casa y descanse —dijo el señor Morgan.

Miré mi reloj de pulsera.

—Todavía falta más de media hora para que termine mi jornada —dije.

—No se preocupe por eso.

—No, no, no... —Negué repetidas veces con vehemencia—No tengo

ganas de que mañana me vuelva a caer una bronca del «Señor Perfecto».

El señor Morgan sonrió.

—Yo me encargo. Váyase a casa y descanse, por favor.

Moví la cabeza.

—No sé...

—Con el chaparrón que le ha caído esta mañana y la discusión con Alfonso

el día se le tiene que estar haciendo muy largo. Váyase, por favor —me pidió.

Alcé los ojos y lo miré, desconcertada.

—¿Usted sabe lo del paraguas y lo del taxi? —le pregunté.

—Creo que lo sabe todo el edificio.

—Oh, Dios... —gemí—. ¿La gente está comentando el lamentable

aspecto que traía esta mañana? —dije angustiada.

—Tranquila, dentro de un par de días ya nadie hablará de ello —respondió

Jerry Morgan, restándole importancia.

Dejé caer la espalda sobre la pared y resoplé.

—Joder, soy la payasa oficial de la compañía —me lamenté.

Lo que me faltaba.

—Venga, hágame caso y márchese a casa.

—¿Me promete que mañana el señor Herrera no me regañará? —le dirigí

una mirada implorante.

Jerry Morgan sonrió con indulgencia.

—Se lo prometo —dijo.

—Muchas gracias.

Me dirigí a la puerta.

—Y quítese de la cabeza esa idea de irse. En esta empresa la necesitan —

dijo el señor Morgan antes de que saliera del servicio.

Nunca entendía por qué decía eso, pero en aquel momento me dolía tanto

la cabeza que no podía pararme a pensar demasiado. En el fondo agradecía

muchísimo que me pudiera ir a casa, porque realmente el día estaba siendo

eterno.

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