CAPÍTULO 86

91 9 0
                                    

Comimos prácticamente en silencio y volvimos a la oficina igual, sin

muchas ganas de hablar, por lo menos yo. Los fantasmas crecían dentro de

mí, ganando terreno, a medida que veía la diferencia abismal que había entre

mi mundo y el mundo de Alfonso, y entre las mujeres con las que podría estar,

como Katrin, y yo.

En realidad, y seamos sinceros, veía lo que quería ver, del modo en qué

quería verlo y nada más, y lo hacía para torturarme. Sí, para alimentar esa

parte autodestructiva que habitaba en mí y que probablemente existía gracias

a mi querida madre. Veía las cosas desde su perspectiva. Su visión era la mía.

Mi lado masoquista me felicitó, estaba haciendo un buen trabajo.

Aquella pequeña discusión la arreglamos por la tarde con un polvo que

echamos en los servicios. Alfonso me pilló «a traición» en el pasillo cuando

volvía de dejar una documentación a Jerry. Lo de traición lo digo porque me

resultaba imposible resistirme a él y a sus putos encantos.

Aunque más que arreglarlo, lo que hicimos fue camuflarlo, poner un

parche a base de sexo, pero el sexo pocas veces es solución de nada.

—Nos van a ver... —dije en voz baja, cuando me arrinconó en una

esquina.

—Esa blusa ajustada me lleva poniendo malo todo el día —susurró en mi

boca mientras me metía mano por debajo de la falda.

—Por Dios, Alfonso... —me reí.

Me cogió de la cintura y me empujó para entrar en el servicio. Comenzó a

besarme apasionadamente contra el lavabo. Sentía sus labios, su lengua y sus

dientes por toda mi boca.

Me separé unos centímetros. El fuego invadía su mirada.

—Mejor... en un... cubículo —alcance a decir con la respiración

entrecortada.

Lo cogí por las solapas de la chaqueta y lo arrastré conmigo sin dejar de

besarnos como animales. Cerramos la puerta con un golpe seco de nuestros

cuerpos chocando contra ella. No podía pensar, porque si lo hubiera hecho,

me hubiera dado cuenta de que nos podrían haber pillado en cualquier momento, puesto que no estábamos siendo muy discretos que se dijera.

—Si no me meto en tu coño me muero —susurró en mi boca.

El arrebato del momento me hizo introducir la mano entre el pantalón y

tocarle la erección que pujaba por salir mientras él me besaba el escote.

—Oh, joder... —gimió—. Si me sigues tocando me voy, nena.

Por supuesto, no paré.

—¿Te gusta? —le pregunté con picardía, como si su desesperación no

fuera una buena demostración.

Su mano se posó sobre la mía para detener el movimiento.

—Anahí, ya —me dijo, respirando con fuerza.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora