CAPÍTULO 57

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Alfonso Herrera se tomó mi silencio como un «sí». Expulsó el aire de los

pulmones y dejó caer los hombros con una expresión en la cara que daba a

entender que se acababa de dar cuenta de algo.

—Joder... —farfulló.

En ese instante llamaron a la puerta, interrumpiendo la conversación. El

cristal se abrió y asomó la cabeza de pelo rubio oscuro del señor Morgan.

—Alfonso, el señor Livingston nos espera en la sala de juntas —dijo,

sosteniendo la puerta con las manos.

Su voz había ido perdiendo fuerza mientras dirigía su mirada a uno y a

otro alternativamente, preguntándose qué demonios estaba pasando. A todo

esto, Alfonso Herrera no me había soltado la muñeca. Me la sujetaba de forma

gentil al lado de su cuerpo.

—Ocúpate tú de la reunión, Jerry —le ordenó, mirándole por encima de

mi hombro.

Jerry asintió.

—Tranquilo, yo me encargo. No hay problema —contestó de buena gana.

Y desapareció tras la puerta con la misma rapidez con la que había

aparecido. Entendió que algo pasaba entre Alfonso Herrera y yo.

Alfonso me devolvió toda su atención.

—No me importa —dijo cuando nos quedamos de nuevo a solas en el

despacho.

Sus ojos decían muchas cosas, pero yo no quise escuchar ninguna.

Giré el rostro para apartar los ojos de su cara y dejar de mirarlo. Todo lo

que me había dicho mi madre desde la niñez empezó a repicar en mi cabeza.

Al principio solo era como el sonido lejano de una tormenta formándose en el

horizonte, pero en pocos segundos se convirtió en un eco atronador, con

ruido propio, que ocupaba toda mi cabeza, sin dejar un resquicio a nada que

no fuera su voz machacándome. Todas las frases que había vertido sobre mi

persona, sobre mis cicatrices y sobre la imposibilidad de que un hombre se

fijara en mí, hicieron de cruel recordatorio por el que no debía dejar que

Alfonso Herrera se me acercara.

—No me importa —repitió él, tirando un poquito de mí para enfatizar sus

palabras.

Mientras tanto, sus ojos volvían a hablar. Oh, Dios.

Negué para mí con un movimiento sutil e imperceptible de la cabeza. Qué

ingenuo era al pensar que solo tenía la cicatriz del cuello. Había más, muchas

y MUCHO más. Un mundo de mierdas se ocultaba detrás de ellas. Un mundo

demasiado grande para el que me faltaban fuerzas para enfrentarme.

—Esto no tiene ningún sentido... —murmuré.

—Anahí, no me importa —dijo por tercera vez, hablando lentamente.

Escuchar mi nombre de pila en su voz —paciente, comprensiva y tierna

como sonaba en aquel momento—, compuso una especie de resonancia que

vibró por dentro de mis venas y que viajó a través de ellas propagándose por

todo mi cuerpo.

—Señor Herrera, yo...

—Alfonso —me cortó, para que empezara a llamarlo por su nombre.

Pero me negué. Llamarlo por su nombre de pila significaba acortar

distancias, reducir el tramo que nos separaba y yo no podía permitírmelo.

Tenía que mantenerlo donde estaba. Ni un paso más cerca de mí. De otro

modo me sería imposible estar alejada de él. En esos momentos ya sentía

cómo mi cuerpo aún lamentaba la ausencia de sus labios sobre los míos.

—Señor Herrera, yo no puedo... —dije simplemente en tono queda.

No era mucho, no le estaba dando ninguna explicación, pero esperaba que

me entendiera.

—¿Por una cicatriz? —Parecía extrañado.

Me limité a encogerme de hombros.

—Lo siento.

No podía seguir hablando. El nudo que se me había formado en la

garganta y que amenazaba con estrangularme la voz me lo impedía.

Me solté de su mano y eché a andar.

—Es solo una puta cicatriz —dijo antes de que saliera por la puerta.

Me volví.

—No es solo una cicatriz... Se lo aseguro.

Pasé el día hecha una mierda. Los labios del señor Herrera habían dejado

una suerte de huella adherida a los míos, que se intensificaba cada vez que

recordaba sus besos. Húmedos, vehementes, diestros, insólitos. ¡Puñeteros

labios de Alfonso Herrera! ¿Cómo se atrevía a besar tan bien?

Sentada a mi mesa reflexioné, mientras trataba de concentrarme en la

pantalla del ordenador y agendar las últimas reuniones en el programa

destinado a ello. Tenía un problema. Y gordo.

Alfonso Herrera era mi jefe (algo que se me olvidaba por completo cuando

me besaba), y como tal, tendría que verle todos los días. Repito: todos los

días.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora