CAPÍTULO 55

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No sabía qué hacer. Durante los últimos minutos todas mis neuronas

habían sufrido un cortocircuito y no era capaz de pensar en nada. Solo quería

salir de aquella sala de juntas y poner distancia, mucha distancia con Alfonso

Herrera.

Corrí por el pasillo y no me detuve hasta refugiarme entre las cuatro

paredes del servicio. Cerré la puerta y me recosté en ella.

Tomé aire. El corazón me bombeaba rapidísimo, como si quisiera

salírseme del pecho.

¿Qué había pasado? Oh, Dios, ¿qué había pasado? Me llevé los dedos a

los labios y me los acaricié con las yemas. Alfonso Herrera me había besado.

¿Me había besado? No sé por qué, pero me parecía algo irreal, como sacado

de un sueño, pese a que todavía tenía su sabor en mi boca.

Pero ¿por qué me había besado? Tenía que haber sido un impulso del

momento. La cercanía, el abrazo, el consuelo... ¿Qué otra cosa podría

haberle llevado a besarme? El momento, solo el momento. Y eso no

significaba nada.

Me pregunté qué harían en mi lugar Layla y Kim, más atrevidas y más

seguras que yo. Ellas, desde luego, no estarían con la cabeza hecha un lío y

preguntándose por qué Alfonso Herrera las había besado. Probablemente en

esos momentos estarían follando con él sobre la mesa de la sala de juntas.

Creí que me daba algo, pero algo de verdad, cuando vi que me agarraba la

mano y que me llevaba hacia una de las salas de juntas. Su sujeción era firme

y segura, como para que no echara a correr en caso de que se me pasara por

la cabeza; y después, ya dentro, vino el abrazo. No me habían abrazado nunca

de una forma tan reconfortante como lo había hecho él. Sus brazos parecían

contener todas las palabras de consuelo del mundo. Fue como un bálsamo;

nada de lo que me había dicho mi madre me importaba en esos momentos.

También vinieron los susurros pidiéndome con ternura que no llorara más, y

el beso. Madre mía, el beso. Sus labios moviéndose suavemente sobre los

míos, su lengua dentro de mi boca, recorriendo cada rincón, enredándose con

la mía en un baile húmedo y sensual.

¡Cómo besaba el cabrón!

El pulso se me disparó envolviéndolo todo. Sonaba tan fuerte en mi

interior que era lo único que escuchaba, golpeando mi pecho, mis sienes, mis

venas...

Y sin ser consciente de que podía ir a más, me sometí voluntariamente al

ritmo de sus labios, al calor que emitía su piel.

Me ardía la cara y el cuerpo solo pensar en la ligereza con la que me había

cogido por los muslos y me había subido a la mesa. Metido entre mis piernas

había comenzado de nuevo a besarme. El pánico empezó a vibrar por mi

cuerpo cuando su boca descendió hacia el escote... Si continuaba, me

quitaría la camisa y aparecerían las cicatrices.

El miedo me paralizó, bloqueando mi mente. Solo quería apartar a Alfonso

Herrera de mí antes de que sus labios rozaran las irregularidades de mi piel o

sus ojos alcanzaran a verlas.

Dios, no. Menos mal que había tenido la suficiente fuerza de voluntad para

pararlo a tiempo.

Me retiré de la puerta y di un par de pasos hacia el lavabo. Apoyé las

manos en el mármol. La frialdad de la piedra me hizo tomar conciencia de

donde estaba y lo que acababa de pasar. Me temblaban las piernas. Alcé la

mirada y observé mi reflejo en el espejo. La angustia aún podía verse

impregnada en mi rostro. Respiré hondo. Por nada de lo que existiera en el

mundo quería que un hombre me viera las cicatrices, y menos un hombre

como Alfonso Herrera. Él era perfecto, un puto semidiós terrenal, y yo era lo

más alejado a la perfección que había. ¿Qué pensaría si viera mi piel surcada

de líneas irregulares? ¿Qué cara pondría? ¿Qué expresión vería en sus ojos?

Me mordisqueé el labio, nerviosa y agobiada, y sacudí la cabeza.

El señor Herrera me gustaba. ¿A quién no? No iba a negar que me atraía.

Mucho. Muchísimo. Pero no podía dejar que lo que había estado a punto de

suceder entre nosotros, volviera a pasar, y mucho menos que fuera más allá.

¿Estaba loca? ¿Acaso había perdido la perspectiva de las cosas o qué?

¿Dónde estaba ese afán mío por no dejar que nadie traspasara líneas que no

debían ser traspasadas?

Alargué el brazo y di el grifo. Me lavé la cara y me refresqué ligeramente

la nuca y las muñecas para deshacerme del calentón. Me había puesto a mil.

Eso tampoco lo podía negar. Notaba la entrepierna húmeda, como si estuviera

en la selva Amazónica. O como si la selva Amazónica fuera mi coño. Seguro

que tenía las braguitas empapadas. No sé cómo no estaban echando humor.

Joder.

Salí del servicio tras asegurarme de que el señor Herrera estaba ya reunido

con el director de una empresa de materiales de construcción con el que había

quedado para verse después de comer. El señor Morgan estaría con él. Lo

bueno de ser su asistente ejecutiva es que controlaba todo su horario laboral.

También sabía que la reunión iba a ser larga, de estas que duran eternidad y

media, y que no le vería hasta el día siguiente. A Dios gracias, porque no

sabía qué actitud iba a tomar ante él cuando lo viera. Era mi jefe, ¡mi-je-fe!,

no un tío cualquiera al que te ligas un sábado por la noche en un bareto y que

puedes perder de vista cuando quieras.

«¿Y ahora qué?».

Ya sentada en mi mesa me froté la cara y lancé al aire un suspiro.

Había demasiado ruido dentro de mi cabeza y aquella sensación de

irrealidad (de alucinación) seguía gravitando por ahí, por algún lugar

indeterminado, como si no pudiera terminar de creerme que me hubiera

besado con Alfonso Herrera. ¡Es que no me lo podía creer! Hasta hace dos días

yo le sacaba de quicio. ¿Qué había pasado ahora? ¿Qué había cambiado?

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora