CAPÍTULO 65

123 10 0
                                    

Alfonso Herrera

—Vamos al dormitorio —le dije, intuyendo que allí se sentiría más

cómoda.

Me encantaba cómo le quedaba ese vestido rojo. Ya lo creo que me

gustaba, pero mentiría como un bellaco si no dijera que había estado

fantaseando toda la noche con quitárselo. Más bien con arrancárselo o

deshacerme de él a mordiscos, pero Anahí no estaba preparada para algo así.

Estaba asustada. Trataba de esconderlo, al igual que su vulnerabilidad para

no parecer débil; se hacía pasar por fuerte delante de mí, pero se le notaba a

leguas. No sé qué experiencias había vivido, pero algo me decía que no la

habían tratado bien. En esos momentos su inocencia se podía sentir.

Se veía frágil y muy vulnerable. Se me encogió el estómago. Tenía que ir

con cuidado, porque por mi cabeza gravitaba la sensación de que podía salir

corriendo en cualquier momento. Debía enseñarle una cara más amable de la

que le había enseñado hasta ese entonces. Poseía otra, aunque hacía años que

me negara a mostrársela a nadie. Pero Anahí estaba recuperando una parte de

mí que no sabía que todavía existiera.

Apoyó las manos en mi pecho y yo la abracé contra mí. Sentir su calor era

sentir que estaba en casa. Una sensación que no experimentaba desde hacía

años. Tantos que ni me acordaba. Noté que el corazón le latía muy deprisa y

muy fuerte.

Oh, Dios...

—Chiquitina... —susurré, dándole un suave beso en los labios.

—Quiero tocarte —dijo muy bajito, como si le diera vergüenza.

Asentí, complacido.

—Deja que me quite la chaqueta y la camisa —dije, al tiempo que ya me

deshacía de ello.

Eché la chaqueta a un lado, encima de la cama, junto con la pajarita. Me

saqué la camisa del pantalón y empecé a desabrocharme los botones muy

despacio, dejando poco a poco mi torso al descubierto. La oí tragar saliva

cuando me la quité y la dejé caer en la cama.

Parecía intimidada.

Le cogí las manos y coloqué las palmas sobre mi pecho.

—Nada me gusta más que sentir tus manos en mi cuerpo—afirmé.

Durante unos instantes sus ojos recorrieron mis músculos.

—Eres tan perfecto... —susurró, repasando con la yema de los dedos los

pectorales—. Y tu piel es... —Pasó las manos por los hombros. Su tacto me

produjo un escalofrío.

—Tú también eres perfecta —dije.

—No, yo no. Mi cuerpo... —Se calló, infundiéndose valor para decirme

ya lo que anhelaba decirme desde que la besé por primera vez—. Alfonso,

tengo el cuarenta y un por ciento de mi piel quemada.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora