CAPÍTULO 59

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Alfonso Herrera

No era un tío de andar dándole vueltas a las cosas. Nunca lo había sido. Y

de unos años a esa parte, menos. Sobre todo, en aspectos que no tenían nada

que ver con los negocios. Esos sí que me producían algún que otro

quebradero de cabeza. Me reservaba lo que sentía en la mayoría de los casos

y lo gestionaba internamente como podía. No había más.

Todavía no lograba entender por qué cojones me molestaba tanto que la

señorita Puente me hubiera negado y se negara a ella lo que sentía cuando la

besaba. ¿Es que no se daba cuenta del modo en que su cuerpo vibraba? ¿En el

calor que desprendía su piel cuando me tenía cerca?

Me giré en el sillón y dejé que mi mirada se perdiera por el horizonte de

azoteas de la ciudad.

Estaba enfadado con la señorita Puente por no darme una oportunidad,

por salir corriendo, por no permitirme demostrarle que cuando decía que no

me importaba, que aquella cicatriz me daba igual, era sincero, que decía la

verdad. No me importaba. Eso era lo que me jodía realmente. Estaba cerrada

en banda y no parecía haber nada que la hiciera abrirse y salir del caparazón

en el que estaba metida.

Y también me jodía que no dejaba de pensar en ella. Y desde que la había

besado mucho menos. Lo hacía en bucle. Parecía haberse instalado en mi

cabeza de forma perpetua. ¿Cómo era posible que me tuviera en aquel

estado? Solo quería volver a besarla. Si, vale, y también quería follarla. No

voy a venir a hacerme el santo ahora. Los instintos también querían su parte.

Tumbarla sobre mi escritorio o sobre la mesa de la sala de juntas y darle tan

fuerte que la dejara sin una pizca de aire en los pulmones.

Oh, mierda...

—Alfonso, ¿puedo pasar? —La voz de Jerry me sacó de mis cavilaciones.

Giré el sillón.

—Sí, pasa —contesté.

Jerry cerró la puerta del despacho y caminó hasta mi mesa.

—Ayer al final no te vi y no pude preguntarte, ¿qué pasa con la señorita

Puente? Me pareció que entré en un mal momento —dijo, sentándose frente

a mí.—

La besé.

Jerry arqueó una ceja.

—¿La besaste?

—La vi llorando en el comedor. No sé a qué se debían sus lágrimas, no

quiso decírmelo, pero no podía verla llorar. Me estaba matando. Algo, su

vulnerabilidad o su ingenuidad quizá, me impulsó a darle un abrazo de

consuelo, y tenerla entre mis brazos... sollozando contra mi pecho... Tan

pequeña, tan frágil... Terminé besándola. —Contraje las mandíbulas

evocando el momento—. Sus labios son los más suaves que he besado nunca.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora