CAPÍTULO 1

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Hola, me llamo Anahí y soy un desastre.

Si le preguntarais a alguien que me conociera que os enumerara una

característica de mí, os diría sin dudarlo un solo segundo que soy un desastre.

Porque lo soy. No puedo negarlo y mucho menos ocultarlo. Soy un desastre

de dimensiones tan sobresalientes que podría verse desde alguna de las

estaciones espaciales que orbitan alrededor de la Tierra, y os aseguro que no

exagero ni un ápice. Soy una de esas personas que tienen todo el día en la

boca frases que fluctúan entre el «Todo me pasa a mí» y el «¿Por qué a mí?».

Esto último es justo lo que me pregunté cuando la señora Browman, la

rectora de la facultad, una mujer de más de sesenta años con un exacerbado

complejo de señorita Rottenmeier, me comunicó que iba a hacer las prácticas

universitarias en Herrera & Herrera Company.

—¿Por qué? ¿Por qué a mí? —susurré entre dientes, sentada frente al

enorme y exageradamente tallado escritorio de roble.

—¿Ha dicho algo, señorita Puente? —me preguntó con ojos

fiscalizadores, bajándose ligeramente las gafas por el puente de la nariz y

mirándome por encima de ellas con cara de pitbull. Lo de señorita

Rottenmeier se lo tenía bien ganado.

—Que qué bien —contesté, e hice todo lo que pude para componer en mis

labios una sonrisa, o algo que pareciera una sonrisa, aunque tenía la

sensación de que lo que realmente esbocé fue la mueca que te provoca el

estreñimiento. Sin embargo, tenía que mantener las apariencias y todo eso.

Pero es que no podía estar contenta. Claro que no. Iba a hacer las prácticas

en la empresa en la que nadie quería hacerlas, en la empresa de la que todo el

mundo huía despavorido. La gente se mataba por NO ir allí. Incluso habría

alguien que vendería a sus propios padres a un mercenario con tal de no

poner un pie en Herrera & Herrera Company.

Y os preguntaréis por qué.

Pues porque Alfonso Herrera, su tirano y totalitario dueño, no poseía fama

de encantador, precisamente. Todo lo contrario. Le tachaban de déspota, frío

e insufrible. Alfonso Herrera era poderoso, antipático, y una hiena en sus ratos

libres. Sí, todo eso era, también lo de hiena. La gente decía que trabajar a sus

órdenes era un deporte de alto riesgo. Había becarios que habían dejado las

prácticas por imposible, pese a todos los problemas que conllevaba

abandonarlas.

—Bien —dijo la señorita Rottenmeier, ajustándose las feas gafas.

Se la veía asquerosamente complacida. Feliz de que yo fuera a pasarme

los siguientes seis meses de mi vida en el infierno. Joder, si había quien

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