CAPÍTULO 13

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Las dos semanas siguientes transcurrieron sin pena ni gloria, lo que para

mí era buenísimo. Lo más sensato que podía hacer era pasar desapercibida.

En ocasiones lo conseguía por completo, porque Alfonso Herrera me trataba

como si me hubiera mimetizado con la pared y no me viera. No lograba

relajarme cuando lo tenía a unos metros, separado solo por una pared de

cristal cuyas cortinas estaban invariablemente corridas. Siempre miraba de

reojo a su despacho mientras hacía lo que me hubiera mandado hacer. Me lo

imaginaba saliendo y montándome un pollo, echando incluso fuego por la

boca, por no haber grapado los informes de la forma que a él le gustaba. Pero

en esos días me las había apañado para no ganarme una bronca más. No me

preguntéis cómo, pero lo había hecho. Quizá el miedo me clavaba en el sitio

y así evitaba tropezones, caídas y desastres varios. De lo que no me libraba

era del tono cortante que utilizaba. El señor Herrera siempre estaba serio,

estirado, inexpresivo, con el ceño fruncido, formal, como si no se permitiese

nunca sonreír, como si no se permitiese nunca mostrarse humano.

Llegaba poco después de que lo hiciera yo, me saludaba con la

indiferencia que te saluda la máquina de tabaco, se internaba en su despacho

y ahí se tiraba las horas muertas. A veces salía para reunirse con algún pez

gordo como él, otras era el pez o peces gordos los que iban a su despacho, a

veces las reuniones eran en las salas de juntas y otras compartía tiempo con el

señor Morgan. Pero básicamente su vida en Herrera & Herrera parecía

reducirse a esas cuatro paredes. Yo no controlaba su agenda fuera del horario

laboral, por supuesto, pero si algo podía afirmar es que era un trabajador

incansable. Trabajaba veinticuatro horas al día y parece que pretendía que

todo el mundo hiciéramos lo mismo. No me extrañaba que hubiera amasado

la fortuna que había amasado.

Muchas veces me preguntaba qué habría moldeado su carácter para que

fuera así. Si no sería un mecanismo de defensa frente al mundo; una máscara

de acero que ocultara lo que había detrás, lo que hubiera dentro. O si

simplemente su comportamiento no tenía explicación, que esa era su forma

de ser, sin más.

Al mediodía me iba a la cocina y me comía mi sándwich del día sin mucha

ceremonia. Algunas veces coincidía con Tessa, la secretaria del señor

Morgan, y hablábamos de trivialidades, como un color de uñas nuevo o

dónde habíamos comprado la camisa que llevábamos puesta, otras veces

conversaba con alguno de los compañeros de la planta de abajo, y en

ocasiones comía sola porque todo el mundo estaba muy ocupado, o porque

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