CAPÍTULO 73

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Alfonso Herrera

—Inspiramos de nuevo... Aguantamos la respiración cinco segundos:

uno... dos... tres...

Abrí un ojo mientras Anahí seguía hablando y la observé en silencio. Me

encantaba. No sé qué cojones tenía, era un queséyo o un yoquésé

inexplicable, pero me encantaba, y tampoco sé cómo lo hacía para que

terminara envuelto en sus locuras.

Y ahí estábamos, sentados en la alfombra. Meditando (o haciendo que

meditábamos) en mitad del salón un sábado por la mañana mientras una

musiquilla con un sonido de agua corriendo de fondo llenaba el aire.

Sonreí y cerré los ojos, no quería que me pillara desobedeciéndola.

Aquello le hacía ilusión y yo no quería decepcionarla. Además, me estaba

divirtiendo y reconozco que necesitaba algo así después de la nueva bronca

que había tenido con mi hermano. No me refiero a la meditación, sino a que

me hicieran reír, a olvidarme de toda la mierda que me rodeaba, y Anahí me

aportaba muchas cosas que necesitaba. Lo curioso era que no pensaba que me

hacían falta hasta que entró en mi vida. Quizá ahí, en ese punto, es donde

residía su encanto. Eso que me enganchaba a ella.

—Inspiramos... Aguantamos la respiración cinco segundos: uno... dos...

tres... cuatro... cinco... —continuaba hablando.

Y lejos de tener la mente en blanco, yo la tenía puesta en ella. En las ganas

que tenía de volver a follarla, de hundirme en lo más profundo de su coño y

fundirnos en uno solo. En hacerle gritar mi nombre y gemir de gusto hasta

que se deshiciera de placer. Arrancarle los miedos, los complejos y las

inseguridades, porque con la ropa no era suficiente para que fuera ella misma.

Ya no aguantaba más. Me podían las ganas. Recordar el modo en que

habíamos follado me puso la polla más dura que un bloque de hormigón.

Abrí los ojos.

—Ya nos hemos relajado suficiente —dije.

Me abalancé sobre ella y le besé en la boca.

—Alfonso... —gritó por la sorpresa, riéndose, pero no le dejé quejarse.

—Yo tengo otro método para relajar el cuerpo —afirmé.

Cayó sobre la mullida alfombra y me tumbé encima. Mientras nos

besábamos como si lleváramos toda la vida aguantándonos las ganas de

probarnos, le separé las piernas con la rodilla y comencé a restregarme contra

su sexo.

—Qué dura la tienes —murmuró Anahí en mi oído.

Por si no estaba suficientemente cachondo, oírla decir aquello terminó de

ponerme como una locomotora.

—Me va a reventar si no te follo en este mismo momento. No aguanto

más —dije.

—Dios, Alfonso...

Me separé de ella.

—Antes de ir a más, voy a por un condón, sino después no podré parar.

Me levanté y me dirigí a la habitación. Al volver traía la caja de

preservativos de la mano y ya me había desnudado. Anahí se sentó en una

esquina del sofá mientras me ponía el preservativo.

—Jamás pensé que le quitaría a una chica mis propios calzoncillos —dije,

metiendo los dedos por el elástico y sacándoselos por las piernas.

Terminó de quitárselos con una patada, sin dejar de reír. Tiré del borde de

la sudadera y se la saqué por la cabeza.

—Quiero verte desnuda —susurré.

No hubo preámbulos. Ninguno de los dos los necesitábamos, ni queríamos

perder el tiempo para sentirnos. Anahí estaba muy húmeda y eso fue señal

suficiente de que estaba lista. Apoyé el pie derecho en el suelo y la pierna

izquierda la dejé doblada sobre la parte de la «L» que formaba el sofá.

Coloqué las manos a ambos lados del cuerpo de Anahí y la penetré todo lo que

pude.—

Oh, Dios, niña... —mascullé cuando estuve completamente dentro.

El calor y la humedad de su coño envolvieron mi erección hasta casi

hacerme perder el sentido.

Anahí descansó las piernas sobre mis muslos, facilitando que pudiera

inclinarme sobre ella. Acerqué mi rostro al suyo y le comí la boca con todas

las ganas. Solo tardamos unos segundos en convertirnos en labios, lenguas,

dientes y jadeos.

Mis caderas seguían embistiéndola, recorriendo su interior milímetro a

milímetro. Me excitaba tanto.

Separamos nuestras bocas y nos miramos con los labios entreabiertos,

pegados, compartiendo el aliento y la respiración. Parecía existir un lenguaje

secreto entre nuestros ojos. Uno que hablaba de deseo, de placer, de

complicidad y de otras muchas cosas más.

Me movía dentro de ella sin prisa, pero con contundencia, aunque no creía

que fuera a aguantar mucho más llevando ese ritmo tan contenido. El cuerpo,

la polla y las ganas me pedían follarla como un animal.

—Necesito follarte más fuerte —le dije.

—Y yo —susurró Anahí.

Aceleré los empujones, haciendo chocar nuestras pelvis. Anahí bajó las

manos de mi espalda a mis nalgas y me apretó más contra ella.

—Cómo me gusta eso, chiquitina... —susurré, balanceándome sobre su

cuerpo.

Sonrió y me mordió la barbilla. Después volvimos a besarnos. Le lamí los

labios y atrapé su gemido con mi boca cuando se corrió.

—Oh, sí, sí... —gimió.

—Grita mi nombre, Anahí —le pedí en tono oscuro, mientras su cuerpo se

sacudía contra el sofá—. Grítalo corriéndote.

—¡Alfonso! —exclamó, estremeciéndose una última vez aferrada con fuerza

a mi espalda.

Yo me dejé ir precipitadamente apretándola contra el sofá con una

profunda estocada. Me quedé inmóvil mientras un gruñido, o algo parecido,

se arrancaba de mi garganta por el placer, y el preservativo se llenaba de mi

orgasmo.

Me desplomé sobre ella y la abracé. Nuestros cuerpos todavía palpitaban

con las últimas reminiscencias del placer. Estábamos tan pegados que sentí

en mi pecho los latidos apresurados del corazón de Anahí.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora