CAPÍTULO 4

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¡Joder! Esa fue mi expresión cuando entré.

El despacho era una estancia enorme dividida de forma diáfana en varias

partes. Una zona con lustrados sofás de cuero blanco y una mesita baja, otra

cuya pared cubierta de estanterías estaba hasta arriba de libros, archivadores y

carpetas llenas de documentación. No sé por qué me fijé en ellos. Quizá fue

la curiosidad por ver si reconocía alguno. Entre los que tenían el lomo más

gordo había uno de Oferta y Demanda, Leyes corporativas, Tratados de

negocios, Mercado bursátil.

En un rincón descansaba una licorera con varias botellas de alcohol y

algunos vasos y, detrás de una gran mesa de cristal, al fondo, sentado en un

butacón de piel negra, estaba Alfonso Herrera, o Lucifer (bueno, la versión

atractivísima de Lucifer, porque ¡Madre mía!). A su espalda, los ventanales

de cristal que iban del suelo al techo dejaban ver una panorámica de Nueva

York digna de una postal.

Exclamé otro «joder» en mi mente sin poder evitarlo.

No esperaba que fuera tan joven. ¿Cuántos años tendría? ¿Treinta y uno?

¿Treinta y dos? Tampoco esperaba que fuera tan... increíblemente guapo.

Dios santo.

Alfonso Herrera sería el mismísimo Lucifer, pero era guapo de cojones. ¿De

verdad había hombres así fuera de las revistas de moda?

Tenía el pelo negrísimo y los ojos eran verdes, o tal vez grises. A la

distancia a la que me encontraba no podía distinguirlos bien, pero sí podía

percibir sus largas pestañas. Su rostro estaba formado por ángulos que le

daban un aspecto exótico y viril hasta decir basta. Tenía los pómulos

marcados y una sombra de barba cubría su mentón. Pero si algo me llamó la

atención fue la boca. Sus labios eran los más sensuales y generosos que había

visto nunca. En resumidas cuentas, era un maromo impresionante.

Durante unos instantes tuve la sensación de que se me iba a descolgar la

mandíbula y a formar un charco de baba a mi alrededor. Luego también

pensé que con toda seguridad me resbalaría en él y terminaría aterrizando en

el suelo con la cara. Mis historias nunca acababan bien.

—Ella es la señorita Puente —me presentó la señora Southwich.

Contuve la respiración.

—Acérquese y tome asiento, señorita Puente —dijo con autoridad con su

voz profunda y masculina.

Obedecí de manera ipso facto. Antes de que me diera cuenta estaba

sentada en uno de los butacones de cuero que había frente a su mesa. Y no sé

cómo llegué sana y salva, porque las piernas me temblaban una barbaridad.

—Aquí tiene sus datos y su expediente —dijo formalmente la eficiente

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora