CAPÍTULO 11

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Frente al espejo que tenía una de las puertas del armario me eché un

último vistazo. La falda era recta por las rodillas y la chaqueta se entallaba

ligeramente en la cintura. Para no perder mi esencia entre la seriedad que

imponía aquella ropa, me puse una camisa ajustadita de color verde claro de

la que solo se verían las solapas.

¿Le parecería correcto mi atuendo al Señor Herrera? Seguramente no,

porque él parecía no estar de acuerdo con nada, y menos con algo que yo

hiciera, pero al menos era oscuro y no podría replicarme, aunque supuse que

ya buscaría otra manera.

Me había dejado el pelo suelto y lo llevaba echado a ambos lados del

rostro para que me tapara el cuello. No creía que las marcas que tenía en él le

hicieran mucha gracia a mi nuevo jefe ni que conjugaran con la imagen

impoluta de su empresa-imperio.

Aquella mañana recuerdo que anduve lista. Me vestí sin prisa, me pasé las

planchas por el pelo para que estuviera bien lisito y me dio tiempo a

desayunar, así Lucifer/Calígula no me pillaría otra vez comiéndome un bagel

a toda prisa sobre la mesa de trabajo y no me miraría como si acabara de

matar a su padre.

Pero no todo iba a salirme bien, claro.

Estaba pensando en la cara que pondría el señor Herrera al verme vestida

como lo haría una asistente de dirección, cuando me vi dentro de una de las

puertas giratorias. Yo necesito concentración para atravesar esas puertas, ya

lo sabéis, medir los tiempos de giro y demás, y aquella mañana por ir a mi

puta bola, al salir, la puerta me golpeó el talón, perdí el equilibrio y cuando

me quise dar cuenta caía en picado al suelo. Por suerte, uno de los guardias

de seguridad del edificio paró mi designio de acabar con los dientes clavados

en el suelo. Sus brazos me sujetaron por los hombros impidiendo que

aterrizara en plancha en mitad de la recepción.

—¿Está bien, señorita? —se preocupó.

—Sí, sí... —respondí, escondiendo la cara detrás de mi pelo castaño—.

Qué tropezón más tonto —añadí mientras me incorporaba.

Toda la gente que estaba en la recepción se me quedó mirando con la boca

abierta. Mis mejillas ardían. Casi echaban fuego cuando algunos empezaron a

cuchichear comentando mi traspié como si fuera una jugada de beisbol.

Malditas puertas giratorias. Están hechas a propósito para que me caiga y

para amargarme la existencia, y maldito Alfonso Herrera, por ir pensando en él

había estado a punto de romperme la crisma.

Me enderecé y traté de guardar la compostura y no hacer más el ridículo

de lo que lo había hecho ya.

—Gracias —dije al guardia de seguridad.

Él asintió. Tuvo la decencia de no reírse, o al menos de no hacerlo en mi

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora