CAPÍTULO 53

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Los días siguientes las cosas no mejoraron con mi madre. No sé qué

narices le pasaba, pero estaba más insoportable que nunca, sobre todo

conmigo. Parecía pagar en mi persona todos los platos rotos.

Me encontraba en el comedor de la empresa, sentada en una de las mesas

pegadas a los ventanales, comiéndome un sándwich de beicon, lechuga y

tomate, que me había preparado en casa antes de salir y que me había

calentado en el microondas para templarlo.

Rara vez bajaba a comer fuera, con los días tan poco apetecibles que

teníamos me daba muchísima pereza, cuando no llovía, hacía aire y cuando

no llovía ni había aire, hacía un frío de los mil demonios. Todos teníamos la

sensación de que Nueva York había sido engullida por el Polo Norte, porque

de otro modo no se entendía que el otoño pareciera un crudo invierno.

Miraba por los cristales con los ojos ausentes. El cielo, como de costumbre

nublado, estaba lleno de azoteas y de antenas. Algún pájaro pasaba de vez en

cuando planeando y rompiendo la tranquilidad estática de la piedra y el

hierro.

Al principio, me había sentado a comer con Tessa, la secretaria del señor

Morgan, pero había tenido que irse a organizar una reunión de última hora de

su jefe. En uno de los rincones había un grupo de ejecutivos, pertrechados

con sus caros trajes y sus camisas recién planchadas, hablando del Ibex y de

Wall Street, que se había levantado y se había marchado después de

terminarse la comida que habían pedido a un restaurante italiano.

Me encantaba quedarme sola en el comedor, degustando con gula mi

sándwich mientras observaba la ciudad. De fondo, el sonido apagado del

ajetreo de la gente que trabajaba en los distintos departamentos. Aquel rato la

atmósfera se llenaba de retazos de conversaciones, de risillas amortiguadas y

de olor a café. Y era en esos momentos cuando me daba cuenta de que era

una privilegiada, pese a los catastróficos inicios que había tenido en la

empresa con Alfonso Herrera, pero ahora las cosas habían cambiado, él había

cambiado, y yo formaba parte de un proyecto que me tenía, por lo demás,

entusiasmada. El trabajo era arduo, porque requería echarle muchas horas y

hacerlo minuciosamente, pero merecía la pena. Ya lo creo que la merecía.

Y tenía mi nuevo apartamento, que cada día que pasaba me gustaba más,

si eso era posible, y en el que estaba más cómoda. Ya no me sentía tan sola,

ni Nueva York me parecía tan grande, a pesar de ser inmenso; ni tan hostil.

Volví a cogerle gusto a mi aventura, esa que había iniciado con todas las

ganas del mundo. Esa que me permitía comenzar una nueva vida desde cero.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora