CAPÍTULO 27

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Me quité el chubasquero chorreante y lo colgué en el perchero. Recé para

que la calefacción lo secara rápidamente, porque la otra solución para que

dejara de manchar la jodida moqueta sería comérmelo, y no creo que lo

digiriera bien. El paraguas lo tiré sin pensármelo dos veces en la papelera de

la oficina.

El día empezó mal y acabó mal, como dice la Ley de Murphy. Todo lo que

puede ir mal, irá mal. Puto Murphy.

El día anterior el señor Herrera me había encargado realizar un informe

sobre la solvencia económica de la compañía, de cara a presentarlo en una

licitación pública de obras.

Había llamado al Departamento de Contabilidad y al Departamento

Financiero a fin de que me facilitasen toda la información que iba a necesitar.

Me había pasado toda la tarde recopilando y contrastando los datos para

hacer el informe lo más preciso posible, y después de un primer borrador

aquella mañana, me apliqué en transcribirlo en el ordenador para imprimirlo

y entregárselo al señor Herrera. Lo repasé una última vez en papel y se lo di.

A mitad de la tarde sonó el teléfono. Era él.

—Venga a mi despacho inmediatamente —me ordenó.

Y supe que algo iba mal.

—Sí, señor —dije.

Dejé lo que estaba haciendo y rápidamente me levanté de la silla y me

dirigí a su despacho. Golpeé tímidamente el cristal y abrí la puerta cuando

escuché su «adelante» al otro lado.

Al entrar, mis sospechas de que algo no iba como debería tomaron forma

de inmediato. Alfonso Herrera estaba sentado detrás de su mesa, estudiando el

informe que yo le había entregado unas horas antes con rostro serio.

Impresionaba verlo con esa expresión casi de tirano.

Me quedé de pie frente a su mesa.

—Dígam... —No me dejó acabar.

—¿Qué es esto? —me preguntó, tirando el dosier hacia mi lado.

«Oh, oh», pensé.

—El informe sobre la solvencia económica de la compañía que le he

entregado esta mañana —respondí con cautela, porque sabía que era una

pregunta trampa.

—¡Es una puta mierda, señorita Puente! —exclamó.

Me quedé de piedra. Abrí la boca para preguntarle que por qué, pero

tampoco en esa ocasión me permitió terminar.

—¿Cree que un informe que se va a presentar para ganar la licitación de

una obra puede contener errores?

Parpadeé.

—¿Errores? —repetí.

—Pagina 96. Anexo 2 —dijo con malas pulgas.

Cogí el informe de la mesa y lo abrí por la página 96 tal como me había

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