CAPÍTULO 51

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Traté de no pensar en mi madre ni en su halo de destrucción. Era mi

madre, sí, pero sabía cómo era; a esas alturas no iba a cambiar, y la fórmula

para que no me afectara lo que decía y que había aprendido a fuerza de años,

era esconder en el rincón más recóndito de mi cerebro sus palabras; relegarlas

a las sombras.

Ahí es donde las eché, y le puse una sonrisa a mi día, a pesar de que

volvían a caer chuzos de punta del cielo. ¿Es que no iba a dejar de llover

nunca? Pero me dio igual, aquel día ni un cielo deshaciéndose en agua podría

robarme la alegría.

Por suerte, mi nueva ubicación hacía más llevadera la lluvia. Tenía la

parada de autobús a solo unos metros del apartamento y sin necesidad de

hacer trasbordo, me dejaba enfrente de la empresa. Solo tenía que cruzar la

calle y listo. No daba tiempo a que el viento me diera la vuelta al paraguas o a

que un taxi pasara por encima de la madre de todos los charcos y me calara

hasta los huesos.

El día transcurrió rutinario. Por la tarde, el señor Herrera me preguntó si

podía quedarme una hora y media o un par de horas después de terminar la

jornada y yo le contesté encantada que sí. Estaba deseando de meterme de

cabeza en el proyecto y dar todo lo que pudiera de mí. Me apetecía mucho

demostrar que podría hacerlo (esperaba poder hacerlo). Bien era cierto que

implicaba pasar más tiempo con Alfonso Herrera, prácticamente codo con codo

con él, y elevé una plegaria al Cielo para que aquello no se transformara solo

en regañinas, gritos y salidas de tono. Con él, una no podía asegurar nada. Ni

siquiera que no te cayera una bronca por no sentarte en la silla correcta.

—Venga a mi despacho, señorita Puente —dijo, cuando terminó la

jornada laboral de aquel día.

Me levanté de mi silla, cogí un cuaderno y un bolígrafo y entré en el

despacho. Era de noche y las luces de los edificios de Nueva York perfilaban

la escena típica de los skylines que se podía ver en las postales. Miré al señor

Herrera, estaba inclinado sobre la pantalla del ordenador con el ratón de la

mano, consultando algo. Él era también el típico ejecutivo de éxito de la Gran

Manzana. Era increíble pensar que aquel hombre tenía esa ciudad a sus pies.

—Siéntese en la mesa de juntas, trabajaremos mejor ahí —me dijo,

señalando con la barbilla la enorme mesa que había situada en uno de los

extremos de la estancia.

En silencio me dirigí a ella y me acomodé en una de las sillas. La

superficie de cristal ya estaba llena de documentos y carpetas con papeles. Un

minuto después el señor Herrera se acercó y se sentó frente a mí, después de

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