CAPÍTULO 23

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Siempre que entraba en el edificio de Herrera & Herrera el guardia de

seguridad que impidió que me cayera la mañana que me tropecé con la puerta

giratoria y que casi me partiera los dientes, me miraba cautelosamente por si

le tocaba repetir hazaña. Desde aquel día, entraba y salía de las putas puertas

poniendo mil ojos y concentrada como si estuviera calculando un problema

matemático. No deseaba aterrizar en el suelo, o el personal acabaría haciendo

chistes a mi costa y colgando memes en Internet con mi cara. Eso si mi caída

no terminaba viralizándose en alguna de esas plataformas de vídeos de risa.

Aquella mañana lo saludé con una sonrisa y subí a la oficina. Tenía un

duro día de trabajo por delante. Hasta ahí normal. Nada hacía presagiar lo que

pasaría a última hora de la tarde.

Recuerdo que el señor Herrera estaba en su despacho y yo me encontraba

en mi mesa, preparando el borrador de un informe que me había pedido. A

última hora, casi cuando terminaba la jornada laboral, llegó un hombre joven.

Al alzar los ojos hacia él me quedé sin aliento. Le eché unos treinta tres o

treinta y cuatro años. Era muy guapo, con un rostro de rasgos equilibrados y

una mandíbula marcada. Era alto, delgado, con el pelo moreno y los ojos

oscuros. Iba ataviado con un traje de tres piezas que daba aspecto de carísimo

y que dejaba intuir los músculos que había debajo de la tela. No había que

haber estudiado en Harvard para saber que era uno de esos ejecutivos

agresivos que pululaban por el centro financiero de la ciudad. ¿Qué les daban

de comer a los empresarios en Nueva York para que fueran tan guapos?

¿Todos eran así? ¿Cómo Alfonso Herrera, Jerry Morgan o este desconocido?

Joder, parecían recién salidos de una revista de modelos.

—Buenas tardes, ¿puedo ayudarlo en algo? —me ofrecí.

—¿Está Alfonso Herrera?

—Sí. ¿Tiene cita con él? —pregunté.

—No, pero seguro que no tiene inconveniente en recibirme —dijo con

cierto aire de suficiencia. Dios, los ricos y su puto aire de suficiencia. Todos

creyéndose el ombligo del mundo—. ¿Puede anunciarle me visita?

—Sí, claro —dije solícita—. Dígame su nombre, por favor.

—Luke J. S. Graham —respondió.

Descolgué el teléfono y marqué la extensión del despacho del señor

Herrera.

—Dígame, señorita Puente... —contestó al otro lado de la línea.

—El señor Luke J. S. Graham quiere verlo. ¿Le hago pasar o le doy cita

para otro día?

Se hizo un silencio que no entendí.

—¿Está segura? —me preguntó.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora