CAPÍTULO 24

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Lo que me encontré fue poco menos que un escenario apocalíptico, como

si un tornado hubiera pasado por aquella parte del edificio y lo hubiera

arrasado. Había papeles esparcidos por el suelo, carpetas, bolígrafos... Todos

los enseres que el señor Herrera tenía sobre la mesa ahora estaban en

cualquier sitio menos encima de ella.

Había estrellado el teclado contra la pared de enfrente y descansaba hecho

añicos en el suelo. Una suerte parecida había corrido la pantalla del

ordenador, cuyo cristal se veía roto.

Tragué saliva.

Recorrí con los ojos el perímetro de la enorme estancia hasta toparme con

la figura de Alfonso Herrera.

—Señor Herrera... —susurré.

Estaba sentado contra la pared de cristal del fondo, como si se hubiera

dejado resbalar por ella hasta acabar en el suelo. Mostraba una cara

descompuesta por la rabia. Tenía los dientes apretados y las mandíbulas se le

contraían provocando que se le notara un pequeño músculo debajo del

pómulo.

Yo debía mantenerme fría y guardar la calma, mis nervios no contribuirían

en nada a mejorar la situación, pero empecé a temblar. Aquello era un

desastre.

—Lárguese, señorita Puente —rugió en tono autoritario.

No me moví del sitio pese a su orden. No creía que Alfonso Herrera

estuviera en condiciones de quedarse solo en esos momentos.

Cerré la puerta a mi espalda y avancé unos cuantos pasos hacia la mitad de

despacho.

—¡¡He dicho que se largue!! —gritó, y lo hizo tan fuerte que los cristales

vibraron. Su voz grave y masculina rebotó entre las paredes—. ¡¿Es que no

me ha oído?! ¡¡Lárguese!!

Retrocedí un paso, pero sin saber por qué exactamente continué sin

hacerle caso y me mantuve de pie en mitad del despacho.

—No me voy a ir —dije, tratando de que mi voz sonara firme.

Me agaché y empecé a coger del suelo todos los papeles que estaban

esparcidos formando una alfombra.

—¿Me va a desobedecer, señorita Puente? —me preguntó con una calma

deliberada.

Su voz me hizo estremecer. Era como la astuta mirada de un depredador

cuando va a caer sobre su presa para despedazarla.

—Sí —respondí, con más aplomo del que en realidad sentía.

Avancé hacia la mesa y dejé los papeles que había recogido encima de

ella. Seguidamente me incliné y cogí las carpetas.

—¿Sabe que podría destrozarla en la evaluación que tengo que hacer sobre

usted y sobre el desarrollo de sus prácticas en mi compañía? —dijo.

Me levanté lentamente hasta erguirme por completo.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora